Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que uno puede estar en contra del capitalismo mientras actualiza su iPhone 15 Pro Max, condena los privilegios desde la fila preferencial del aeropuerto y lucha por el pueblo sin haberse subido jamás a un colectivo en hora pico. Es el milagro del progresismo contemporáneo: una cosmovisión que permite sentirse moralmente superior sin renunciar al espumante rosado ni al queso brie.
El nuevo progresista no milita, opina. No se mezcla, analiza. No se moja los pies, pero sube historias con filtro sepia de una manifestación que pasó de casualidad mientras salía del brunch. Ama al pueblo, pero de lejos, como quien quiere mucho a los animales pero sólo tiene perros de raza.
Su corazón está con los oprimidos, pero sus pies descansan sobre alfombras persas y sus tarjetas de crédito acumulan gastos en librerías conceptuales, restaurantes fusión y escapadas a Berlín "para respirar otros aires". Porque claro, hay que oxigenarse para seguir denunciando la desigualdad desde cuentas verificadas y columnas en medios que jamás pisarían una villa.
El progresista moderno adora las causas, especialmente si son hashtags. Tiene una postura para todo, una indignación lista para cada semana y una colección de tote bags con consignas en inglés. Detesta al neoliberalismo, pero invierte en criptomonedas. Reniega de los privilegios, pero sólo cuando son de otros.
Veamos un día típico de nuestro progresista tipo. Se despierta tarde, porque el capitalismo no va a robarle sus ocho horas de sueño. Prepara un café de origen ético molido a mano, lo vierte en su taza de cerámica hecha por una cooperativa feminista de Tilcara y se sienta a revisar sus redes. Allí comienza el deber moral de señalar a los demás: “Qué horror lo que dijo tal político”, “¿Vieron lo de Palestina?”, “Este tipo es un facho”. Todo con el tono de quien ha leído a Marx en la edición ilustrada de Taschen.
Después, toca trabajar. Pero no mucho. Algo de home office, una reunión por Zoom para un proyecto artístico comunitario financiado por una beca del Estado y una columna de opinión en un medio digital, en la que explica por qué la meritocracia es un invento opresor, aunque su propio éxito profesional se haya basado, oh casualidad, en contactos, educación privada y un par de apellidos sonoros.
Al mediodía, almuerza un bowl vegano de quinua con tofu marinado. Acto seguido pide un Cabify ecológico para ir al gimnasio boutique, donde hace yoga descolonial con mantras mapuches en una sala con difusores de lavanda.
Pero no siempre fue así. El progresismo de antaño tenía algo incómodo, incluso molesto: había que comprometerse, renunciar a ciertas cosas, embarrarse las manos. El de hoy es mucho más llevadero. Es una identidad estética más que una posición política. Basta con indignarse a tiempo, decir "deconstrucción" cada tres frases y comprar en ferias itinerantes con nombre en francés.
La nueva elite progre no quiere cambiar el sistema. Quiere sentirse bien en él. No se trata de transformar la realidad, sino de maquillarla con buenas intenciones. Todo lo que sea feo, sucio o incómodo —como el barro de una toma, el olor de una olla popular, la disonancia de una discusión real— queda fuera del cuadro. En cambio, se abrazan causas que lucen bien en redes: el feminismo, el antirracismo, la ecología... siempre que no entorpezcan demasiado el estilo de vida.
Eso sí: si alguien osa señalar la incoherencia entre el discurso y el consumo, entre el amor al pueblo y la indiferencia hacia los más necesitados, entre el anticapitalismo y el fanatismo por Apple, la respuesta será rápida y cortante: “¿Acaso por ser progresista tengo que vivir en una cueva?” No, claro. Pero quizás, solo quizás, habría que preguntarse si el compromiso con los oprimidos implica algo más que militar ideas nobles sin alterar la rutina diaria.
Este progresismo deluxe se parece mucho al viejo esnobismo de salón, pero con palabras nuevas. Antes se hablaba en francés; ahora se dice “interseccionalidad”. Antes se viajaba a París para ver arte; ahora se va a Chiapas para “vivenciar la resistencia”. El fondo es el mismo: distinguirse de la chusma, pero con estilo.
Tal vez el problema no sea tanto la contradicción —¿quién no tiene alguna? —sino la ausencia total de conciencia de ella. O peor: la transformación de esa contradicción en una virtud estética, una especie de cinismo elegante. Como quien toma vino orgánico mientras critica el extractivismo, o lucha por la justicia social mientras le niega los derechos laborales a su empleada doméstica.
Al final, el nuevo progresismo no es una ideología: es un lifestyle con estética de temporada.
* El autor es licenciado en Relaciones Humanas y Docente.