Lamentaciones de un tuerto

La lectura de un artículo sobre los daños de la llamada inteligencia artificial propicia esta queja sin solución ante el abuso de estupidez.

El artículo lo publicó la revista Rolling Stone bajo el título “La gente pierde a sus seres queridos debido a delirios místicos alimentados por la inteligencia artificial”.Hay testimonios que causan gracia o espanto: “Se emocionaba con los mensajes del ChatGPT y lloraba mientras los leía”, dice la pareja de una “víctima”. “Debo andar con cuidado y no discutir las cosas que le dice la IA para no enemistarme”, dice otra.

Expliquemos: usuarios que se han volcado al uso de la inteligencia artificial viven un mundo paralelo, producto del comportamiento, pero también las falsas informaciones que los programas generativos ofrecen. Y yo leo esas cosas y no deja de taladrarme una palabra en la cabeza: “decadencia”.

Es cierto: no hay escalas, niveles ni grados. El estadio de degradación humana o de progreso no puede medirse tan fácilmente, a partir de una regla maestra o un termómetro universal que muestre la crecida o el descenso del mercurio de las virtudes. No: estamos donde estamos y aquí hemos arribado a tropezones, como no podía ser de otro modo. Con la ayuda o el escollo de la suerte, según como quiera mirarse. Aquí hemos arribado, a este presente confuso donde el ruido se impone, como un mantra hipnótico que invariablemente tenderá a embrutecer antes que a iluminar. La tentación de la estupidez es muy grande, es un abismo o un agujero negro al que ni siquiera el haz de luz es indiferente. La estupidez todo lo traga y, claro, aquí estamos un poco a su merced también: ni peor ni mejor que antes, apenas un palmo más en la superficie, apenas un poco más hundidos en el fango de la imbecilidad. Unos centímetros más cerca o más alejados de la pared de una caverna sobre la que sombras chinescas se proyectan.

No hay escalas, no hay grados. Eso son sólo especies remotas difundidas por aquellos alucinados que se han convencido de que hay un hilo, como el de Ariadna, que se llama progreso y que nos va sacando de este laberinto. No estamos más cerca de escapar ni hemos regresado a la habitación del Minotauro. Pero a veces uno cae en la tentación de creer que algunas lecciones han sido aprendidas. O que ciertas verdades tienen lo que han de tener: la consistencia firme de la verdad. Y, sin embargo, no es así. Y entonces, cuán fácil es dejarse llevar por la creencia de que estamos retrocediendo. De que estamos siendo más imbéciles tan sólo porque debería ahora ser más fácil evitar la mentecatez, al menos en algunos aspectos básicos. Qué frágiles son nuestras defensas ante el ejército poderoso de la estulticia.

Cuando se está en el subsuelo de la estupidez, las hienas se aprovechan. Entonces, no es raro ver a los que claman por la libertad, repartiendo las verdes golosinas de la calma chicha que da el mercado cuando no hay que remarcar tanto. Ah, vaya si se lanzan muchos a ese empalagamiento, a ese embotamiento que ya basta para tranquilizarlos, luego de que han sido zarandeados pocos meses antes hasta el abismo de la pobreza, los sobrantes de mes a fin de sueldo, los mordiscos de la motosierra.

Y qué fuertes son los ejércitos de la estupidez. Cómo será que hasta siguen los que engendraron a los tronzadores al mando, dale que te dale, clamando por lo malos que son esos monstruos que ellos han propiciado. Madres de las bestias, padres de las hienas, tan inútiles que paren una destrucción que, de a ratos, destruye menos que ellos mismos. Por ende, perpetúan la destrucción, balbuceando lo de siempre, todo menos el mea culpa.

Divago un poco cuando la palabra “decadencia” me taladra, es cierto. Voy de la estupidez de los delirios por el abuso del ChatGPT a la estupidez de los que gobiernan y la de tantos gobernados, la de los que gobernaban y (¡ay!) la de los que probablemente gobernarán. Disculpen por mis devaneos, pero a veces se siente uno tuerto en el reino de los ciegos y los tuertos también andamos a los tropezones. Con ese ojo modesto vuelvo al artículo de Rolling Stone y lo cierro para no llorar con un solo lagrimal. Luego voy y limpio ese ojo con un poema de T. S. Eliot en uno de cuyos versos está dicho todo: “Ve, ve, ve, dijo el pájaro: el género humano / no puede soportar mucha realidad”.

* El autor es periodista. [email protected]

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