Pocos días después de su asunción presidencial en los Estados Unidos, parte de la prensa norteamericana señalaba el fin de la luna de miel entre el vicepresidente J.D. Vance y la cúpula de la Iglesia Católica de su país. El disparador de la discordia lo constituyó la nueva política migratoria encarada por Trump (y defendida por Vance), y el tono de esta llevó a que el propio Papa Francisco se involucre mediante una misiva elípticamente crítica de la dupla republicana. No es un debate nuevo, pero lo más llamativo en este caso fue la deriva que tuvieron los argumentos utilizados. Así, las frecuentes referencias a la perversidad de la intolerancia y las ventajas del multiculturalismo para una sociedad abierta perdieron su sitio en una pugna que se desplazó al terreno de la teología moral cristiana: la pregunta es si es propio de un buen cristiano promover como gobernante las deportaciones de inmigrantes ilegales o si su deber como tal es el de acoger y auxiliar a cualquier necesitado. Se trata de un giro en la discusión política descripto por el jurista de Harvard Adrian Vermeule como la manifestación del ingreso a un orden posliberal.
Sin pretender profundizar en todas las implicancias de esta última afirmación, me parece interesante analizar hasta qué punto el ida y vuelta entablado entre Vance y los obispos (incluido el de Roma) contribuye o no a una mejor comprensión del problema y sus aristas. La opinión de la Conferencia de Obispos estadounidense se basa en lo que podría entenderse como una interpretación horizontal del mandato de la caridad: todo ser humano es sujeto de dignidad por igual y, por ende, no sería correcto hacer acepción de personas al momento de asistir a un necesitado fijándose en aspectos secundarios como su condición migratoria. Frente a ello, Vance respondió con una referencia al teólogo tardo-antiguo Agustín de Hipona quien, bajo el concepto de ordo amoris u “orden del amor”, advertía que, aunque cada cristiano debe amar a todos por igual, su carácter finito le impide poder ayudar efectivamente a todos y cada uno, por lo que debe cuidar especialmente de aquellos más cercanos: sus familiares, sus vecinos, sus conciudadanos. Esta posición fue discutida por el Papa Francisco al recordar la célebre parábola bíblica del Buen Samaritano: aquel hombre que, pasando por tierra extranjera, vio a un local gravemente herido al costado del camino y se detuvo a remediar su urgente necesidad. Es cierto, la parábola no se ajusta con precisión al problema migratorio ya que, en este caso, es el extranjero el que ayuda al local. Pero se entiende que la pretensión de fondo es mostrar que el “prójimo” que debe ser amado no es necesariamente alguien que esté vinculado familiar, étnica o territorialmente a mí. En las propias palabras del Pontífice “el amor cristiano no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos”, sino un “amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción”. Por ende, el orden del amor no sería algo fijado de antemano sino algo más fluido y atado a las circunstancias.
Así las cosas, parecería que el argumento de autoridad al que apeló Vance quedaría desarmado. La situación desventajosa del inmigrante, proveniente de países sumidos en la pobreza, dictaduras o violencia social creciente en busca de bienestar para su familia, lo pondría automáticamente en la cúspide de la proximidad como sujeto preferente de la caridad, especialmente para aquellos que viven en la prosperidad de la principal potencia económica del mundo desarrollado. Pero, ¿es así? ¿Son las circunstancias de la “importante crisis” (Franciscus dixit) de las deportaciones tal como las describe en su carta? Podría marcarse que, en el lado de los migrantes, no todos albergan intenciones tan honestas. Así lo manifiestan las recientes deportaciones de ilegales que ostentan un mayor o menor registro criminal (algunos asociados incluso a peligrosas organizaciones delictivas como el Tren de Aragua). Si bien es malicioso asociar indefectiblemente la condición de migrante con la criminalidad, tampoco es correcto acoger a todo extranjero sin importar su comportamiento. La caridad no puede contradecir la justicia. No sólo “se debe reconocer el derecho de una nación a defenderse y mantener a sus comunidades a salvo de aquellos que han cometido crímenes violentos o graves mientras están en el país o antes de llegar” como reconoce Francisco; esto es un deber del gobernante para con sus gobernados.
Pero además, un análisis más amplio de las circunstancias de la inmigración también nos obliga a observar qué es lo que ocurre en el país desarrollado que se pretende que los acoja. ¿Acaso los Estados Unidos son un edén social ajeno a problemas? De ninguna manera: una parte no despreciable de sus ciudadanos se encuentra en un estado de crisis social en la que la falta de oportunidades laborales y de estímulos culturales y educativos ha llevado al desarrollo de un modo de vida autodestructivo asociado al alcoholismo, la violencia y la drogadicción. Vance lo sabe bien porque él es uno de ellos. Nacido y criado en una familia de hillbillies, ha experimentado en carne propia las deudas de los distintos gobiernos para con esa porción de la ciudadanía. Frente a esta situación ¿a quién debe el gobernante direccionar sus siempre limitados recursos? ¿Quién es el prójimo que debe ser puesto en primer lugar? ¿Sería bueno el samaritano si, por ayudar al extraño, hubiese dejado abandonado en la miseria a su propio hermano? ¿Sería ordenadamente caritativo el gobernante si enfoca sus políticas sociales en la promoción de la inmigración relegando a sus connacionales? Estas son preguntas que sólo pueden resolverse desde un juicio prudencial que atienda no sólo a la universalidad de la caridad sino también a la subjetividad de las obligaciones de un ser finito, tal como lo plantea Vance: no se trata tanto de a quién quiero ayudar (que debería ser a todos) sino a quién puedo y debo ayudar.
En definitiva, la migración es un problema político muy delicado que tiene que ser resuelto en los límites de dicha ciencia práctica y no puede ser reducido simplemente a la dialéctica tolerancia-intolerancia, o al revoleo indiscriminado de etiquetas maniqueas (xenófobos o globalistas, según sea el caso). Pero que sea político implica que debe incluir la dimensión moral: la pregunta por el bien y el mal, lo ordenado y lo desordenado. En este caso, la irrupción de conceptos de la moral cristiana puede ayudar a contrastar mejor las posturas en torno a un asunto ideológicamente vapuleado. Porque, guste o no al liberalismo, la moral cristiana –que abreva tanto de una Fe revelada como de la razón filosófica antigua– es la base sobre la que se ha constituido la conciencia ética de Occidente. Sin ella, conceptos como dignidad humana, fraternidad y solidaridad quedan vacíos de sentido. En suma, el debate moral, lejos de entorpecer o enturbiar, enriquece nuestra vida política. Si eso es posliberalismo, bienvenido sea.
* El autor es profesor asistente del Departamento de Filosofía. Universidad Adolfo Ibáñez.