La política arancelaria anunciada por Trump ha hecho temblar el mercado mundial. Más de un experto ha traído a colación antecedentes históricos para evaluar su eventual impacto en la Argentina de Milei. En ese repaso, ninguno apeló a crisis más o menos recientes, sino que evocaron la devastadora crisis de 1929/30 que puso término al comercio multilateral, contrajo los precios y el consumo de alimentos, impulsó políticas proteccionistas y redefinió el papel de los Estados en la vida económica y social.
Ninguna economía integrada al orden mundial quedó al margen de la debacle y menos la argentina en tanto la crisis demostró la vulnerabilidad del modelo agroexportador e introdujo problemas de resolución incierta en el plano fiscal, en la estructura productiva y en el plano de las expectativas. No era para menos, en 1928 los salarios urbanos habían aumentado el 60% dando cuenta de los beneficios de la “Belle époque” que se habían hecho notar en el contundente triunfo electoral de Yrigoyen. En cambio, la realidad entre 1929 y 1933 fue muy distinta porque la caída de la producción impactó en la reducción de los salarios reales e instaló por primera vez el desempleo en el país de la abundancia.
La caída de las exportaciones hizo que la Argentina perdiera posiciones en el mercado internacional, y redujo los ingresos fiscales que se vieron afectados a su vez por el abandono de Gran Bretaña del patrón oro. Ante la coyuntura se introdujo el control de cambios y se firmaron convenios bilaterales con países europeos y latinoamericanos. El principal fue celebrado con Gran Bretaña en respuesta a la preferencia imperial de la conferencia de Ottawa. El Pacto Roca-Runciman, como es conocido, fue criticado por intelectuales y en el parlamento, y aunque operó como “respuesta defensiva” para asegurar el mercado de carnes, no fue suficiente para frenar la caída del poder de compra de las exportaciones.
Entretanto, el grupo de jóvenes economistas liderados por Raúl Prebisch, asesor del ministro Federico Pinedo, instrumentó un paquete de reformas que fortalecieron la intervención estatal en la economía. Ante el drenaje de divisas, dispuso la devaluación del 20% de la moneda e introdujo el control de cambios para evitar la acumulación de compromisos en divisas. También se crearon instituciones destinadas a la regulación macroeconómica del crédito, el sistema bancario y las actividades productivas. Mientras el Banco Central pasó a controlar la oferta monetaria, el Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias saneó créditos incobrables del Banco de la Nación y absorbió los activos congelados de bancos privados. A su vez, se crearon Juntas para regular los precios mínimos, la producción y comercialización de las economías regionales.
Pero la principal novedad provino del crecimiento industrial sin incentivo estatal como resultado de la reducción de importaciones que estimuló la sustitución de bienes de consumo masivo. Se trató, según Gerchunoff, de un crecimiento “forzado” en tanto reposó en el aumento de aranceles a bienes de importación para proteger la producción y la inversión local en el sector manufacturero junto a la radicación principalmente de empresas norteamericanas. Al interior de esa poderosa transformación, el número de establecimientos fabriles en las periferias de los centros urbanos se multiplicó y diversificó constituyéndose en motor de atracción de trabajadores oriundos de las provincias pampeanas y el goteo intermitente de los nacidos en el interior.
El estallido de la II Guerra Mundial puso en jaque la fórmula “proteccionismo - bilateralismo” anudada desde la Gran Depresión. Para entonces, el ministro Pinedo propuso un Plan de Acción económica basado en la compra de cosechas sobrantes por parte del estado, un plan de viviendas sociales para garantizar la ocupación y el consumo doméstico, y la unión aduanera con Brasil para ampliar el mercado de manufacturas y no restringir la producción al mercado interno. Aunque el proyecto contó con apoyos del sector empresarial, y el Senado, la desconfianza de los radicales alvearistas y socialistas sobre las medidas proteccionistas, y la opinión adversa de los militares nacionalistas ante la nación rival del subcontinente, bloquearon la iniciativa. No obstante, la economía argentina en esa coyuntura obtuvo alivio: no sólo porque el aumento de los precios internacionales de alimentos y la reducción de las importaciones dio como resultado superávit de la balanza comercial, sino también porque la caída de las importaciones de países involucrados en la conflagración mundial intensificó el proceso de sustitución de productos industriales que satisfacía la demanda interna, y comenzó a nutrir el intercambio comercial con países latinoamericanos e incluso con Estados Unidos: el principal proveedor de bienes de capital que incluía equipamiento industrial, automóviles, caucho y maquinaria agrícola. Dicho fenómeno indujo al gobierno a celebrar un convenio bilateral con el gigante norteamericano para reducir tarifas aduaneras. Pero si en un comienzo los partidarios del acuerdo consiguieron bloquear la firme posición antinorteamericana anidada en círculos gubernamentales, militares e intelectuales nacionalistas, el ataque de Japón a Pearl Harbour pulverizó la iniciativa.
El ingreso de Estados Unidos en el conflicto mundial y la decisión del gobierno argentino de mantener a rajatabla la neutralidad, trajo como resultado la escasez de insumos para la industria, incrementó la inflación y produjo desabastecimiento de alimentos básicos. Entretanto, el Banco Central restringió el ingreso de capitales extranjeros, colocó títulos y bonos públicos y se aplicaron nuevos impuestos a las exportaciones agropecuarias para mejorar la recaudación. Aun así, entre 1939 y 1945, la economía argentina creció el 2,45% pero por debajo de México, Brasil, Chile, Australia o Canadá. Dicho crecimiento dejaba a la vista tres problemas cruciales: la escasez de materias primas y bienes de capital de la actividad industrial para sostener la demanda interna y externa; el estancamiento de la agricultura que puso sobre el tapete el problema del “latifundio” como obstáculo del crecimiento; y la progresiva centralidad de la apuesta industrial como garantía del desarrollo sostenido y autónomo que nutría los vasos comunicantes entre sectores empresariales y las fuerzas armadas. En esa encrucijada se dirimía la economía argentina en vísperas del ascenso fulminante del coronel Juan D. Perón en la vida política nacional.
* La autora es historiadora del CONICET.