Vivimos en una época marcada por una transformación tecnológica sin precedentes. Las herramientas basadas en inteligencia artificial, el uso intensivo de pantallas y la hiperconectividad están redefiniendo cómo trabajamos, nos relacionamos y accedemos al conocimiento. Frente a este escenario, la escuela enfrenta una pregunta central:
¿Cómo educar en un mundo hipertecnologizado sin resignar lo humano?
Ya no alcanza con debatir si los celulares deben estar permitidos o prohibidos en el aula. Esa discusión, aunque legítima, corre el riesgo de quedar atrapada en un falso dilema. Lo verdaderamente importante es recuperar soberanía pedagógica: decidir con sentido, desde la escuela y para la escuela, cómo y para qué usamos la tecnología.
Como con el fuego o la energía nuclear, el valor de la tecnología depende del uso que hagamos de ella. Y ese uso debe estar orientado por una lógica profundamente educativa: que nos ayude a pensar mejor, a aprender más, a vincularnos con mayor empatía y a formar ciudadanía crítica.
Hoy, los síntomas de una tecnología mal mediada se ven con claridad: distracción constante, debilitamiento de la empatía, dificultades para sostener una conversación profunda o simplemente para tolerar el aburrimiento. Pero el síntoma más preocupante —y el más silencioso— es la pereza metacognitiva: esa renuncia a detenernos, a preguntarnos, a pensar sobre nuestro propio pensamiento. En ese terreno, la inteligencia artificial puede ser una aliada o una amenaza. Todo depende del sentido que le demos.
Prohibir por completo no resuelve el problema: sólo lo traslada fuera del aula, donde nuestros estudiantes quedan aún más expuestos a algoritmos que no educan, que entretienen pero no forman, que estimulan pero no cultivan.
Por eso, más que expulsar la tecnología de la escuela, debemos formar a las nuevas generaciones para habitar críticamente el mundo digital.
Esto implica que la escuela asuma con claridad su papel contracultural:
un espacio de desaceleración, de regeneración, de reencuentro con el cuerpo, la mirada y la palabra. Un refugio frente al ruido del algoritmo. Un lugar donde el conocimiento no se mide solo en velocidad o clics, sino en comprensión, en profundidad, en sentido.
En Mendoza estamos dando pasos firmes en esa dirección: incorporando plataformas educativas con propósito, desarrollando recursos digitales centrados en la pedagogía, y formando a nuestros docentes en el uso ético y crítico de estas herramientas. No se trata de sumar tecnología por moda o presión del mercado, sino de integrarla como parte de un proyecto pedagógico que fortalezca la autonomía, el pensamiento crítico y el cuidado de lo común.
La inteligencia artificial en la escuela no debe reemplazar el pensamiento, sino ampliarlo. No debe crear dependencia, sino estimular la autonomía. No debe competir con la palabra, el cuerpo o el juego, sino integrarse con ellos en una experiencia educativa más rica y significativa.
Nuestra responsabilidad, como sistema educativo, es construir una narrativa propia de la inteligencia artificial en clave pedagógica, democrática y humanista. Una IA que cuide, que forme, que sirva como espejo del pensamiento, no como su sustituto.
A diferencia de China o Estados Unidos, Mendoza no incorpora una materia "Inteligencia Artificial ", vamos a utilizarla de manera transversal para el aprendizaje de Matemáticas, Lengua y Ciencias.
Ese es el horizonte que nos proponemos: una escuela potente, justa y profundamente humana, que no le tema al futuro, porque sabe desde dónde educa y hacia dónde quiere ir.
* El autor es ministro de Educación, Cultura, Infancias y Dirección General de Escuelas de Mendoza.