1985 y 2025, los juicios de la República recuperada

El juicio a las juntas militares y el juicio a la corrupción kirchnerista son dos instancias trascendentales ocurridas dentro de nuestra Democracia, que fortalecieron singularmente a la República, protegiéndola incluso de aquellos gobiernos que, aun siendo elegidos por el pueblo, la intentan debilitar o incluso cambiar por otro sistema político.

Las consecuencias políticas de la condena efectiva a Cristina Kirchner son y seguirán siendo, por un tiempo, motivos de ardua discusión. En particular, acerca de que, si aún presa, mantiene su liderazgo o si se produce una renovación más allá de ella. Pero, desde ese sentido meramente político, la decisión de la Corte Suprema por trascendental que fuera no pasa de ser un hecho más en el transcurrir de la vida pública nacional. Importante, pero un hecho más. Porque, con libertad o sin ella, nadie duda que Cristina seguirá haciendo política, aunque nadie sepa todavía si cambiaron mucho o poco las condiciones para seguir haciéndola. Lo más probable es que la condena sea un avatar más en su prolongada actuación. Por lo que efectuar profecías sobre si estamos en el comienzo o no de su ocaso, de poco y nada vale. Tantas veces se habló antes del mismo, que reiterarlo puede ser un mero ejercicio teórico sin efecto predictivo alguno.

Sin embargo, desde la perspectiva jurídica e institucional, lo que ha ocurrido esta semana sí es un hecho histórico de inmensa envergadura que marca un antes y un después en la democracia argentina, quizá tanto como lo marcó el juicio a las juntas militares en 1985.

Aquel primer juicio fue condición más que necesaria para que -desde allí en más- los gobiernos elegidos por el pueblo pudieran sostenerse en el tiempo sin interrupciones, pese a las gravísimas falencias económicas de casi todas las gestiones democráticas posteriores y a la pobreza creciente de los argentinos.

Por su lado, este nuevo juicio, más que consolidar una democracia que ya está consolidada, reafirma, fortalece a niveles altísimos la permanencia de la República, luego de tantos años en que -desde varios de los propios gobiernos elegidos por el pueblo- distintas ideologías populistas intentaron y siguen intentando reemplazarla por otro sistema.

Esta semana algunos argentinos brindaron por la prisión de Cristina, otros lloraron por el mismo hecho y muchos, quizá los más, permanecieron cercanos a la indiferencia, como tantos se sienten hoy ante casi todo evento político. Pero esas son meras circunstancias, sentires del inmediato presente. Lo que trasciende al momento es el hecho de que hemos vivido (o comenzado a vivir) las instancias definitorias, resolutivas, del segundo gran juicio histórico con el cual la República Democrática declara su condición de imprescindibilidad y de vigencia en el sistema institucional argentino, pese a todos los enemigos (hoy, la mayoría, internos) que aún quieren vulnerarla.

En el año 1985, el juicio a las juntas militares puso punto final a 55 años de intermitentes golpes de Estado y desde entonces la democracia viene sembrando raíces permanentes en la Argentina.

A 40 años de aquel histórico evento, otro de entidad similar eleva magníficamente la calidad institucional de la República recuperada, mediante el juicio a la corrupción entendida ésta como sistema estructural enquistado en el cuerpo profundo de la democracia.

En 1985 se extirpó un mal que venía desde afuera porque cada golpe de Estado acababa con todo tipo de institucionalidad y creaba la suya propia, de facto.

En 2025 se comenzó a extirpar un mal que viene de adentro, porque fue desde las propias entrañas de la democracia donde se estuvo gestando.

Los golpes militares fueron realizados por personajes que no eligió nadie, que expulsaban a los que el pueblo, mejor o peor, eligió. En cambio, la corrupción estructural fue realizada por personajes que el mismo pueblo eligió. Por todo esto, siendo en sus efectos uno continuidad del otro en tanto ambos fortalecen los cimientos republicanos, son dos juicios tan parecidos y tan diferentes a la vez.

Uno fue un mal externo al sistema y su efecto final fue el genocidio de lesa humanidad, el otro es un mal interno al sistema y su efecto final fue la corrupción estructural infiltrada en la misma democracia, el intento no de eliminar la democracia como el primer juicio, sino de su auto vaciamiento, de su sobrevivencia formal, pero con la pérdida de sus esencias.

La frase final del alegato del fiscal Julio César Strassera en el juicio a las juntas, fue “Señores jueces: ¡Nunca más!”.

La frase final del alegato de Diego Luciani en la causa Vialidad fue: “Es corrupción o justicia”.

Ambas ya forman parte de la historia grande de los argentinos.

Lo paradójico es que el partido (o movimiento) político más veces elegido democráticamente por el pueblo desde 1946 hasta el presente y que más tiempo ejerció en esos años el poder, es el mismo partido que en 1985 (luego de caer derrotado por primera vez en las urnas en 1983) se puso en contra del juicio a las juntas, porque no lo hizo él. Y ahora se ubica en contra del juicio a la corrupción, porque se lo hicieron a él, pues a la que juzgaron es a su líder indiscutida durante las últimas dos décadas. En ambos eventos trascendentales, los dos de mayor efecto institucional de la República recuperada, el peronismo estuvo en contra.

En 1983, convencido con total certeza de ganar las elecciones, el peronismo acordó secretamente con los militares un pacto de impunidad por el cual, al llegar al gobierno, los delitos y crímenes del gobierno de facto no serían juzgados. Perdió las elecciones, pero no cambió de idea, porque cuando el peronismo accedió nuevamente al poder en 1989, indultó a los militares que se juzgaron durante el radicalismo. Y, cuando muchos años después se decidió a condenarlos, durante el kirchnerismo, a los que se condenó fue a militares criminales envejecidos y decadentes que ya carecían de todo poder (en cambio, luego del juicio a las juntas, en los 80, siguieron intentando golpes de Estado, aunque, por primera vez en la historia, todos fallaron). Además, lo inconcebible es que los Kirchner se presentaron como los que inauguraron la era de las condenas a los terroristas de Estado, tratando de borrar de la memoria histórica el juicio del Nunca Más, cuando enfrentar a los militares era hacerlo con gente que seguía teniendo un poder residual gigantesco, mientras que, en los años de Néstor y Cristina, ya no tenían poder alguno. Se atrevieron incluso a “violar” el libro con que se dio origen a la investigación del Nunca Más, incluyéndole un prólogo “kirchnerista” que refutaba al original. Hasta esa locura llegaron con el fin de apropiarse de toda la historia de los derechos humanos para su exclusivo haber partidario y excluir de la misma a los que tenían muchos más méritos que ellos.

El juicio a las juntas fue un hecho histórico determinante para fortalecer las raíces democráticas de un modo nunca antes ocurrido, porque efectivamente se hizo contra el aún desafiante poder de facto de los militares, que, en enorme medida gracias a ese juicio, ya no pudieron volver nunca más. El kirchnerismo, en cambio, mientras en los años 2000 juzgaba y condenaba a viejos criminales indultados por el mismo peronismo en los años 90, se ocupaba de ir gestando nuevas condiciones para debilitar la democracia, pero ahora no a través del golpismo sino de la conversión de la pata ejecutiva del Estado de derecho en una maquinaria de robar a mansalva. No mediante la mera coima o los “vueltos” usuales de la corrupción tradicional, sino intentando “legitimar ideológicamente” a la corrupción como una forma de redistribución del poder económico desde los grupos concentrados a los representantes nacionales y populares. Que ese, aunque parezca mentira, es el justificativo que aún sostienen muchos de los kirchneristas que no pueden evitar obviar la evidencia del colosal robo cometido.

En otras palabras, la corrupción es inevitable en mayor o menor medida, en todos los sistemas de gobierno. Y es la fortaleza de las instituciones su principal remedio, aunque jamás se puede curar del todo a la enfermedad ni en las democracias más sólidas. Pero acá estamos hablando de algo mucho más profundo, no de un cierto nivel de corrupción como algo inherente a la condición humana (y sobre todo en su faz política, la de la relación del hombre con el poder) sino al intento de reconversión del sistema republicano en otro de fachada similar, pero de fondo muy distinto al hacer de la corrupción estructural su herramienta central de gobierno. No nos estamos refiriendo a un gobierno con corrupción, sino a la corrupción como forma de gobierno. Una herida cancerígena a la democracia producida desde las entrañas mismas de esa democracia, no desde afuera.

De allí la importancia de este juicio histórico que esta semana vivimos en plenitud. Uno que se inició con las denuncias e investigaciones que el periodismo independiente (ese tan igual de repudiado por el kirchnerismo como por el mileismo) divulgaron y produjeron hasta que la justicia las hizo suyas y profundizó con pruebas jurídicas, teniendo su punto simbólico culminante en el alegato del fiscal Diego Luciani en 2022, cuando pidió 12 años de prisión para Cristina Kirchner y sus secuaces bajo la acusación no de mera administración fraudulenta, sino de asociación ilícita, o sea de una organización construida desde el Estado con el principal propósito de delinquir. Insistimos, no de delinquir como hecho periférico o secundario al de gobernar, sino como forma central de gobernar. Una diferencia -que no nos cansamos de repetir- esencial. Porque es una forma de corrupción, quizá tan moralmente repulsiva como toda corrupción, pero cualitativamente superior a todas las anteriores. La fabulosa suma de dinero que la justicia pide que devuelvan los corruptos (y eso que se trata del primero de varios juicios similares) habla de algo infinitamente más grave que quedarse con algo de plata mal habida en el bolsillo o para el mero financiamiento partidario. Lo que hicieron los Kirchner fue, en el sentido de perversión política, algo absolutamente novedoso.

Debieron pasar tres años desde el alegato de Luciani para que la condena se hiciera realidad, porque no se estaba juzgando a un poder en decadencia como hicieron los Kirchner con los militares, sino a un partido político que, aunque hoy no esté en el gobierno, sigue manteniendo plena vigencia y enorme posibilidad de alternancia democrática. Lo que hace aún más significativo el juicio, el cual, a diferencia del de las juntas militares, no es uno solo, sino la primera parte de una extensa “miniserie” que contiene varios capítulos más, de los cuales los principales son la causa Los Sauces-Hotesur, por el cual parte de lo que Lázaro Báez se robaba a través de Vialidad, devolvía y “lavaba” a los Kirchner mediante el negocio hotelero. Y, sobre todo, la causa de los cuadernos de Centeno, una especie de reiteración al infinito de aquel bolso que el secretario de obras públicas, José López, quiso ocultar en un monasterio, mientras que los Kirchner los recibían por docenas, con impunidad total, en su propia vivienda particular, en la Casa Rosada y en la residencia de Olivos.

Toda una matriz estructural de la corrupción, a estas alturas innegable (y eso que todavía no hemos llegado a las máximas alturas de la prueba judicial), imposible de disfrazar bajo la carátula del lawfare (vale decir, de la justicia como instrumento de persecución política). Por lo cual, sabedores de esa verdad contundente, aunque se esfuercen en negarla, lo máximo a lo que hoy aspiran los peronistas es a la burda maniobra de tratar de desligar a su jefa del colosal desfalco endilgando el delito (hartamente probado) a sus secuaces, cuando en realidad la culpa central fue del matrimonio gobernante, que es quien organizó y condujo la asociación ilícita.

En síntesis, salvo el breve interregno de la conducción del peronismo por la renovación liderada por Antonio Cafiero donde se apoyó el juicio a las juntas (renovación que duró apenas de 1987 a 1989 y jamás alcanzó el gobierno nacional porque la derrotó un populista disfrazado de renovador), el peronismo gobernante estuvo y sigue estando en contra de los dos grandes juicios históricos que fortalecieron la República. Fortalecimiento efectivamente ocurrido, aunque muchos de los gobiernos de la democracia se dedicaran sistemáticamente a debilitar a esa República.

Alguna vez los dirigentes más lúcidos del peronismo deberían reflexionar críticamente sobre su accionar anterior y actual, en vez de abroquelarse, como seguramente otra vez lo seguirán haciendo, en la defensa acrítica de la líder condenada, aun sabiendo casi todos -en el fondo de sus conciencias- de su culpabilidad evidente. Y animarse a la autocrítica, condición sine qua non para cualquier tipo de renovación o, como diría Perón, "actualización doctrinaria para la toma del poder". Caso contrario, su decadencia terminal como movimiento político de las mayorías populares estará casi inevitablemente asegurada. Ni siquiera su mera supervivencia, aunque más no fuera como actor secundario, quedará garantizada.

* El autor es sociólogo y periodista. [email protected]

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