Estamos asistiendo al primer efecto penal concreto que toca, que hiere, que lastima el corazón del poder que hegemonizó durante dos décadas la Argentina. Hasta ahora recibieron parte del castigo de la justicia, los testaferros, secretarios privados, alcahuetes o mafiosillos, vale decir meros delegados, por más que, por sus crímenes, hayan sido premiados con altos cargos públicos y de montañas de dólares. Pero ni los Jaime, ni los López, ni los De Vido, ni los Muñoz, ni siquiera los Báez fueron más que meros instrumentos de un poder absolutamente concentrado en las manos de dos personas, verdaderos responsables finales del más grande robo organizado desde el poder político a la Nación Argentina, que la historia tenga memoria.
Casi desde los inicios de la toma del poder por parte de este matrimonio de aventureros, advirtieron e investigaron tamaña e insólita corrupción estatal, políticos y periodistas honestos (simbolizados en las monumentales figuras de Elisa Carrió y Jorge Lanata y en muchos que como ellos se la jugaron por la verdad). Pero poco y nada pasaba. Sin embargo, cuando el poder omnímodo venido del sur se fue desgastando, la Justicia recogería los elementos que ellos aportaron para ir construyendo, con sus alegatos y sentencias, un edificio de pruebas jurídicamente irrefutables emanadas de una cantidad innumerables de jueces y fiscales, en su gran mayoría nombrados durante la era de la hegemonía kirchnerista.
La principal defensa de la hoy condenada en todas las instancias fue que lo suyo era una persecución política instrumentada a través del “lawfare ”, rebuscada palabreja con que se pretende intelectualizar lo que dicen todos los villanos famosos desde que el mundo es mundo: "No me condenan por mis pecados, sino por mis virtudes".
A ello, sus abogados le agregaron otro argumento desesperado, pero igual de ridículo: que, aunque muchísimos de los que estaban debajo de la presidenta en la conducción del Estado hayan sido culpables, ella no tenía por qué saber todo lo que hacían sus subordinados. Negar los hechos y negar a los suyos (el odio indisimulado de Julio de Vido hacia la señora presidenta es prueba palpable y multiplicable del ladrón que no tiene dudas de que, a él, y a todos los demás, los entregó su jefa para salvarse sola) fueron sus únicas defensas, las que ayer se derrumbaron como un supuestamente inexpugnable dique que sucumbe ante una avalancha producida por caudales de justicia, acumulados durante tantos años de impunidad.
Lo cierto es que, con la caída del dique, Cristina Fernández de Kirchner irá presa por robo, porque eso es lo más que lo justicia pudo acabadamente probar desde la objetividad profesional. Aunque fueron varios los jueces y fiscales quienes creen que también estaría probado que más allá de un robo fabuloso a las arcas del Estado, el verdadero delito fue una asociación ilícita, o sea, la conformación de un grupo organizado ex profeso para delinquir. Que no se trató meramente de la presencia de corrupción política en el Estado sino de la transformación del Estado en una máquina cuyo principal objetivo era robar.
Sin embargo, lo que ayer se castigó fue el robo, no la asociación delictiva que comenzó cuando a los dos días de asumir como presidente de la Nación, Néstor Kirchner convocó a un empleaducho bancario de su provincia e invirtiendo el sentido de las palabras bíblicas, le dijo, “Lázaro, levántate y roba”, frente a la mirada expectante de su esposa, quien, quizá primero por omisión, pero luego definitivamente por acción, avaló y continuó todo.
Los futuros juicios por Hotesur-los Sauces y por los Cuadernos de Centeno, seguirán apabullando con infinidad de pruebas el desfalco más grande del siglo, como la continuación de esta historia, que quizá profundicen más en las tinieblas del caos.
Por ahora nos basta con decir que ayer ha recibido un justo castigo la máxima responsable de haber infringido el mandamiento de “no robarás”.
*El autor es sociólogo y periodista. [email protected]