Vivir simultáneamente la vida y la historia

A cuarenta años de la muerte del historiador José Luis Romero (p), una reseña de su vida escrita por su hijo, también historiador.

Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para  Los Andes

“Quiero vivir tanto la historia como la vida”, escribía José Luis Romero en 1975. No era el anhelo de un joven, sino la expresión de quien ya había transitado una vida y le confiaba al amigo -René Balestra- sus íntimos e insolubles conflictos. Lo angustiaba la escisión entre el historiador, con una visión de largo plazo, y el ciudadano, cuya personal experiencia transcurría por entonces a contramano de aquella perspectiva.

Un segundo conflicto se esboza en esa frase: los límites que su ciclo vital le imponían al desarrollo del inmenso proyecto que había concebido como historiador. Se trataba de descifrar la cultura occidental, y su emergente más notable, las ciudades, buscando en el pasado la clave del presente y el futuro. Se trataba, también, de comprender cómo funcionaba la “vida histórica”, en toda su complejidad y dinamismo.

El proyecto del historiador, desmesurado en sí mismo, lo era más todavía por las condiciones en que ejercía su oficio. Salvo un breve período, entre 1958 y 1965, fue un historiador “por cuenta propia”, sin una institución que le facilitara la tarea. Nunca se quejó; era el costo de su compromiso ciudadano. Su solución, propia de un hombre con voluntad y optimismo, consistió en hacer de la vida cotidiana la herramienta para el desarrollo de su proyecto. Utilizar cada instante, cada actividad, para extraer de la vida la información y la experiencia con que alimentarlo.

En ese sentido, sus ocios eran siempre útiles. En los viajes -minuciosamente preparados- exprimía cada una de las “cien ciudades” que había decidido estudiar. Más singular es el caso de su vida social. Quienes lo conocieron lo recuerdan como un gran conversador. Conversaba con gente de lo más variada, que pasaba por su casa y le robaba su precioso tiempo de trabajo. Pero lo disfrutaba. Jovial, fumando su pipa, tomando un whisky, hablaba y escuchaba atentamente; más tarde descubrí que había sometido a su interlocutor a una suerte de interrogatorio etnográfico, donde cada cosa escuchada encontraba su lugar en la vasta encuesta que tenía en mente.

Hace poco encontré un artículo periodístico ocasional, escrito en 1946, titulado “Acerca del alma popular”, en el que se explaya sobre el fútbol “criollo” y el tango bailado. Ni bailaba ni iba a la cancha, pero en Adrogué conversaba con amigos expertos en ambas cosas, de los que había extraído las observaciones, bastante certeras, con las que construyó su argumento. Ese curioso texto puede leerse en www.jlromero.com.ar, un sitio que reunirá su obra completa.

Otro sacrificio de su tiempo de intelectual era el trabajo manual, que hacía metódicamente, dos mañanas a la semana. Sus tareas predilectas eran la carpintería -cuyos rudimentos había aprendido en la Escuela Normal- y la jardinería. La carpintería era básica, de tablón, listón y tornillo, pero suficiente como para construir el mobiliario inicial para la casa de Pinamar, con un sistema modular y desarmable de su invención. En las pausas de la lectura planeaba el trabajo, hacía esquemas y calculaba las medidas, reduciendo el objeto a su base geométrica.

En 1948, cuando la familia se mudó a la casa de Adrogué, descubrió los placeres de trabajar la tierra. Era una casa antigua y noble, que reformó metódicamente, con la ayuda de dos albañiles, italianos y comunistas, que eran una inagotable fuente de enseñanzas para el historiador etnógrafo. Del jardín se ocupó él, disfrutando del esfuerzo físico, cantando a voz en cuello.

Diez años después repitió la experiencia en la casa de Pinamar, en una escala muchísimo mayor, con el jardinero transformado en parquista y diseñador. Otra vez el trabajo físico era el satisfactorio nexo entre una concepción previa, elaborada intelectualmente, y un resultado, que luego disfrutaba, mirando lo hecho desde una terraza.

¿Que tiene que ver esto con la historia? “El tema reiterado de toda mi obra -le dice a Balestra- ha sido el de las relaciones entre las sociedades y las ideologías. Me apasionan los procesos sociales, pero en relación con las interpretaciones de la realidad y los proyectos o modelos que juegan en ellos”. Se trataba del complejo juego entre la realidad y las ideologías, mediado por las experiencias, las formas de vida y las mentalidades.

Con esa idea estudió los remotos orígenes de la mentalidad burguesa en el mundo feudal: los nuevos grupos burgueses comenzaron a vivir de una manera diferente, que no encajaba en la clasificación social vigente de “oradores, defensores y labradores”. Vivir consistía en experimentar cosas de manera práctica: el trabajo, los viajes, la sociabilidad. En un largo proceso, esas experiencias fueron decantando en formas de vida, en ideales, en mentalidades y finalmente en ideologías.

Pero en el origen estaban las experiencias de estos “hombres nuevos”, vividas al margen de la tradicional ideología cristiano-feudal. En los textos medievales buscaba las experiencias de los mercaderes, artesanos, predicadores, navegantes o peregrinos. En su existencia cotidiana, aprovechaba sus propias experiencias, las del conversador, el carpintero y el jardinero parquista. Todas podían ser fuentes útiles para este historiador que nunca dejaba de pensar en su idea.

Lo percibí claramente en lo que él llamó la nueva actitud del burgués hacia la naturaleza: el distanciamiento de la vida rural y de sus contingencias. Desde la ciudad, el burgués puede observarla, aplicar su razón y su trabajo y modificarla de acuerdo con sus fines. Puede desecar un pantano para cultivar la tierra y aumentar su beneficio, o puede hacer un jardín, como el que empieza a aparecer en las pinturas, mirarlo y disfrutarlo.

Pasé mi infancia y juventud viéndolo hacer esto, pero solo lo entendí cuando, ya dedicado a la historia, leí sus libros con detenimiento. Fue entonces cuando comprendí que el jardinero, que trabajaba y luego se sentaba a mirar lo hecho, pensaba en la historia y la hacía. Al igual que el ciudadano comprometido -que también lo era- realizaba el ideal de vivir simultáneamente la vida y la historia.

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