“La cebolla que comemos en un 80% en Argentina y exportamos en un 90% fue desarrollada por el INTA en Mendoza”, dice Roberto Pizzolato, investigador del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) en la estación experimental La Consulta, y no es una exageración.
Detrás de esa afirmación hay décadas de trabajo en mejoramiento genético, cientos de variedades desarrolladas localmente, personal técnico especializado y un entramado científico hoy puesto en jaque por el ajuste presupuestario y la deslegitimación de la ciencia.
El discurso oficial que relativiza el valor de las ciencias sociales y “blandas” y que prioriza supuestas “ciencias útiles” no es inocuo. Según Pizzolato, “genera desconfianza en todo el sistema de investigación”, y va más allá: “Pone en riesgo la continuidad de años de trabajo. Hoy, por falta de personal y presupuesto, tenemos que achicar las líneas de mejoramiento genético, aun cuando estamos a pocos años de registrar nuevas variedades”.
La situación es crítica. El investigador detalla que solo en su estación han desarrollado más de 80 variedades de hortalizas en las últimas tres décadas. Algunas de ellas son esenciales para la producción nacional y la exportación, como la cebolla Val 14 o las principales variedades de ajo cultivadas en Mendoza. Pero sostener esas líneas lleva entre siete y diez años de trabajo continuo. “Y si se interrumpe, no es tan fácil retomarlo. Se pierden líneas completas y, con ellas, la posibilidad de mejorar los cultivos locales”.
A eso se suma la desarticulación de programas clave que conectaban la ciencia con el territorio. “Cambio Rural, ProHuerta y los fondos de Diproce para que los productores accedan a tecnología fueron desfinanciados. Se rompe así un modelo que combinaba investigación y extensión en la misma institución. Esa sinergia es la que permitía llevar las innovaciones a la gente”.
Menos manos, menos ciencia
La pérdida de recursos humanos también se siente. En los últimos 15 años, la estación experimental La Consulta redujo su personal en más del 20%. “Además, nuestros sueldos están congelados desde hace más de un año y medio. Hemos perdido entre un 20 y un 30% de poder adquisitivo según la categoría”, explica.
La situación es análoga a la del Conicet, que por primera vez en 17 años redujo su planta de investigadores. En el caso del INTA, se suman retiros voluntarios y cortes de contratos. Y el riesgo es doble: se van investigadores ya formados, y se frena la formación de nuevas generaciones. “Para formar un investigador en el INTA se necesitan al menos 8 años. Si se corta esa cadena, como ya nos pasó en los 90, después hay baches etarios que son difíciles de cubrir”.
El impacto directo en la mesa de los mendocinos
La consecuencia final, advierte Pizzolato, es concreta y cotidiana: “Ya hay productores que se están quedando sin asesoramiento, sin el acompañamiento técnico que brindaba el INTA. Y eso va a repercutir en el precio y la calidad de los alimentos que llegan a la mesa”.
Porque detrás de cada zapallo o cebolla con mejor rendimiento o resistencia a enfermedades hay años de pruebas, cruces manuales de flores, recolección y conservación de semillas, análisis en laboratorio y evaluación a campo. Una tarea silenciosa pero clave para el desarrollo productivo.
“Hoy hay proyectos universitarios que reciben 30.000 pesos para todo el año, menos de lo que vale medio tanque de nafta. Se cortaron las compras de insumos y los equipos de laboratorio quedaron desactualizados”, denuncia.
Y agrega: “Lo más grave es que se pone en duda el valor del trabajo científico, cuando cada ingreso al INTA es por concurso y cada investigador es evaluado año a año. Se instala la idea de que somos empleados públicos sin control, y eso es falso. Hay todo un sistema de evaluación interna muy riguroso”.
Una advertencia con esperanza
Pizzolato concluye con una advertencia que es también una esperanza: “Argentina tiene tradición en ciencia. Podemos recuperar lo que hoy se está perdiendo, pero llevará tiempo. Lo importante es que la sociedad entienda que lo que está en juego no es solo un puesto de trabajo, sino la soberanía tecnológica y alimentaria del país”.
Porque cuando el saber se descuida, los efectos no se ven solo en los laboratorios. Se sienten, tarde o temprano, en el bolsillo y en el plato.
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