Lucio V. Mansilla: la paz y la guerra

“Lucio Mansilla, a los treinta y nueve años (cuando su excursión a las tolderías), había acumulado una de las más nutridas experiencias que le es dado acumular a un hombre”. Podemos decir esto mismo de él a los veinte años, cuando ya había recorrido la India, incluido el Himalaya. Siempre enamorado.

Lucio V. Mansilla:  la paz  y la guerra
Lucio V. Mansilla

Lucio V. Mansilla bailando cuadrillas a la luz de la luna. Todavía no conoce a su segunda y joven esposa, a quien consigue enamorar. Lo imagino como Zorba, el griego, enseñándole a su discípulo inglés a vivir la vida. En el sentido del Carpe Diem, me parece. No es el caso de Mansilla, por cierto, pleno de ideas de futuro.

¿Dónde baila Mansilla? En la isla de los príncipes (cerca de Constantinopla). Simplifico: frente al Bósforo.

Un hijo del embajador de Arturo Frondizi, el mendocino Julio Made, decía que era el lugar más bello que había conocido en su vida.

En una asociación ideas completamente azarosa estilo Dadá- señalo que el término reproduce el balbuceo infantil- recordé el archi famoso libro de Robert Graves, Los mitos griegos. La erudición de Graves es apabullante. Su primera edición es de 1955 y allí nos adentramos en el universo muy primitivo del hombre mediterráneo donde se gestan los mitos griegos y la Historia, el Arte y la Literatura.

Pero inmediatamente, en 1958, revisa y publica una segunda edición, en cuyo prefacio leemos: “Desde la revisión de Los mitos griegos en 1958 he vuelto a meditar sobre el borracho dios Dionisio, sobre los Centauros y su contradictoria fama de sabiduría y fechorías, así como sobre la ambrosía y el néctar de los dioses. Estos temas están muy ligados entre sí porque los Centauros adoraban a Dionisio, cuyo desenfrenado festín de otoño se conocía como “la ambrosía”. A estas alturas ya no creo que cuando sus Ménades corrían furiosas por los campos despedazando animales y niños, jactándose después de haber hecho el viaje de ida y vuelta a la India estuvieran sólo bajo el efecto embriagador del vino o cerveza de hiedra”. “Los Sátiros (miembros de tribus cuyo tótem era la cabra), los Centauros (miembros de la tribu cuyo tótem era el caballo) y sus Ménades utilizaban estas bebidas para poder tragar una droga muy fuerte, un hongo silvestre llamado amanita muscaria que produce alucinaciones, desenfreno sensual, visiones proféticas, aumento de la energía erótica y notable fuerza muscular. Después de varias horas de experimentar este éxtasis sobreviene un estado de inercia total, fenómeno que explicaría la historia de Licurgo, según la cual, armado sólo de un aguijón, derrotó al ejército de Dionisio, compuesto de Sátiros y Ménades, tras su victorioso regreso de la India”.

Y dice luego que le parecen evidentes las conexiones con el dios Tláloc, de la mitología mexicana.

El lector que se adentre en la lectura no se topará con un Aquiles rubio oxigenado ni con el Buen Salvaje.

Tampoco con los miedos improbables de una aventura jurásica. Los terrores reales de la larga marcha de la humanidad doliente me sitúan más bien en muchos y muy concretos hechos contemporáneos.

En los últimos años de su vida Jorge Luis Borges fue a visitar a Robert Graves (1895-1985) al que admiraba profundamente y también a Ernest Jünger (1895-1998), acompañado de su esposa María Kodama. Lo leí así en su momento y creo no equivocarme.

Borges murió en Suiza, en 1986. Su funeral se hizo en la Catedral de Ginebra.

Vuelvo al inicio: “Lucio Mansilla, a los treinta y nueve años (cuando su excursión a las tolderías), había acumulado una de las más nutridas experiencias que le es dado acumular a un hombre”.

Podemos decir esto mismo de él a los veinte años, cuando ya había recorrido la India, incluido el Himalaya. Siempre enamorado.

Con un acaudalado amigo compran una esclava en el mercado de Constantinopla y la dejan en libertad.

Roma, París, Londres. En Escocia navega los lagos “se alojó en un castillo donde no pudo dormir”.

Mansilla, el intrépido, revivía sus terrores infantiles con los relatos a la hora de dormir, o lo que veía en la calle.

Su libro “Una excursión a los indios ranqueles” le dio fama en el mundo entero. Lo dedicó a su amigo Santiago Arcos: No sé dónde te hallas . . .y no pierdo las esperanzas de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas, al borde de una laguna, en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa”.

Después de haber vivido como un marqués en París, comido ostras en Nueva York, trufas en el Perigord, etc. etc. una de las grandes aspiraciones de Arcos -y de Mansilla- era comer juntos la famosa tortilla, de huevos de avestruz.

(*) Las citas o referencias sobre Lucio V. Mansilla son del libro de José Luis Lanuza. Eudeba, 1965.

* La autora es profesora universitaria jubilada.

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