El pensamiento apareció como una alarma. No una alarma de las que suenan a toda campana en los relojes viejos, esos que hacían temblar la mesa de luz. No una alarma como esas ululantes, desesperantes, hartantes y sobrantes de los autos a los que los mueve una brisa y gritan, pero son capaces de terminar sin el estéreo adentro. No, apareció como una alarma sin ruido, casi como una vibración del teléfono que hemos puesto en modo callado. Eso fue: como una alarma que gritaba en silencio, desde el silencio.
Apareció en medio de la alegre distracción de los días y, como siempre, yo tenía que hacer otra cosa, seguramente una cosa sin importancia: poner el agua a hervir, terminar antes una tarea que podía terminar media hora más tarde, ojear un libro, mirar un video. Sonó desde lo mudo y yo, también como sucede con las alarmas del teléfono, apreté el botón imaginario de la “postergación” para ocuparme de ella un poco más tarde. Pero quedó agendada, como una espina molesta en la horma del cráneo, igual a toda tarea que el impulso lleva a concluir pues, de otro modo, su carácter inconcluso nos dejará, tal vez, incompletos. Hasta los idiotas necesitan ser cabales, íntegros y completos.
La alarma que mi cerebro registró decía que tenía que llamar por teléfono, como cada tarde, a mi madre. La alarma estaba perfectamente programada, claro está, por la larga costumbre, por esa necesidad de cercanía que los seres amados emiten como un centro de gravedad newtoniano. “En un rato la llamo”, le respondí a la alarma de mi cerebro, jugando a desdoblarme, a no ser yo mismo, pues, mi cerebro. Alegre, feliz, idiota distracción.
Hice todo lo demás, por supuesto. Todo lo importante: la tarea, hice. El video, miré. El agua en café, convertí. En mate, además. La tele, la miré también. La música que se me ocurrió puse a sonar, mientras tanto. De un libro a otro salté. De la charla, participé. Tomé las decisiones puntuales. Gasté dinero. Y postergué una y otra vez la alarma muda, la llamada habitual, de cada tarde, con mi madre. “Sí, en un rato la llamo”, dije, como tantas veces, como tantas tardes cuando el arrebol del Oeste hace sangrar las montañas. Distraído seguía, idiota consumado.
Cuando llegó la luz a su último suspiro la alarma casi no molestaba, pero fue allí cuando me vi menos distraído. Había saqueado a las horas de todas sus posibilidades tal vez, y por eso quedó saciar ese casillero inacabado. Lo juro: saqué incluso el teléfono del bolsillo, desbloqueé la pantalla y comencé a buscar en las llamadas recientes para llegar más fácilmente al número. Era el momento de hacer caso a la alarma y recién en ese momento —imbécil, sedante distracción— caí en la cuenta de que no era posible llamar ya a mi madre. La inercia del saludo de siempre, del diminutivo cariñoso, de los comentarios inconsútiles me había confundido, me había narcotizado con su cómoda negación. La alarma cerebral me había querido llevar a la rutina quebrada un par de meses antes, cuando se acabaron los llamados. Cuando la muerte —también como un grito en silencio y desde el silencio— apagó la alarma y lo calló todo.
Me quedé, por supuesto, con el teléfono en la mano. Pensé que esa llamada, la que no iba a poder hacer, sumaba peso a la pérdida también: un vacío agregado al vacío, una horadación sobre el mismo hueco doloroso. Miré la futilidad del día y repasé lo hecho: casi nada podía valer lo que valía esa llamada imposible.
“¿Qué se hace en una situación así?”, me pregunté. Y, entonces, vi el montón de libros por los que había sobrevolado ese día, mientras repiqueteaba la alarma. Los abrí donde estaban marcados y descubrí que había leído cosas hermosas, terribles y (por supuesto) también apropiadas para lo que estaba pasando. La alarma había sonado en mi cabeza como si la muerte no hubiera llegado y mientras pensaba en llamar a mi madre, en un libro de Cioran que me costó conseguir, por ejemplo, había leído esto: “El mundo se me escapaba porque el mundo ya no era”. La alarma había estado sonando para distraerme de la muerte de mi madre, me había estado acicateando y, junto al señalador en la Poesía completa de Carver, yo había estado descendiendo a estos versos: “Todo el mundo / se ha ido de nuestras vidas. / Querías llamarme para decirme hola. / Dices que estuviste pensando / en mí, en los viejos tiempos. / Dices que me echas de menos”.
“¿Qué se hace en una situación así?”, volví a preguntarme, con el teléfono en la mano, y también con el corazón. Y supe lo que tenía que hacer para no quedar incompleto. Había que honrar esa alarma vital y, aunque sabía que nadie iba a contestar, hice lo único posible: marqué el número de siempre y, desde el silencio, llamé al silencio.