Hace un tiempo, más precisamente el 9 de agosto de 2019, en este mismo espacio escribí una columna a la que llamé “El criadero de caniches”. Pero no hablaba en ella sobre la crianza de esos perritos blancos de pelaje rizado y ladrido potente. Así llamo al edificio donde vivo hace más de 10 años, en el que estos animalitos son los pobladores privilegiados. En esas líneas hablé de la dificultad que mostraban algunos por apegarse a las normas de convivencia y de los desafíos de vivir en una comunidad tan nutrida.
Entonces advertía sobre “la falta de respeto creciente, de la desconsideración, de un individualismo exacerbado, de la invasión del espacio y hasta del oído ajeno”. Pues bien, en estos seis años que han pasado, los 475 habitantes del edificio hemos absorbido los tiempos violentos que se respiran del otro lado de las puertas que, al parecer, tanto cuesta dejar cerradas.
Agotada la anterior administradora del consorcio, tras una intensa faena durante al confinamiento por la pandemia, la gestión quedó luego en manos de un administrador privado que resultó ser tan incompetente que los vecinos lo sacaron, literalmente, a golpes. Entonces se pidió “mano dura” y orden. Y llegó la actual administradora, que incluso se había postulado para el cargo.
En el grupo de WhatsApp del monoblock, los llamados de atención son permanentes. Ya no se trata de recomendaciones. Los mensajes suelen ser tan vehementes que rozan lo violento. Como si desde un atril, y por cadena nacional, nos gritaran y nos recordaran que todo lo que se está haciendo es por nuestro bien. Suena familiar, ¿no?
Y los caniches ladran y ladran. A toda hora. Todo el día ladran. No hay un minuto de silencio en este monoblock. Aquí no hay horario para hacer ruido, ni para hacer arreglos. Pueden ser las 3, las 5 de la mañana. Pueden ser las 2 de la tarde. Las reglas están escritas y exhibidas en cada uno de los pisos del edificio… pero no se cumplen, aunque la administradora amenace con aplicar multas.
Es que ahora se quebrantan con mayor frecuencia en “El criadero”. Y lo que antes se solucionaba con un llamado de atención, ahora demanda acciones concretas. Antes bastaba pedirle al vecino que suspendiera la tertulia que había improvisado un martes a las 4 de la madrugada. Ahora, a la negativa de ese vecino se suma una provocación. “No voy a bajar la música, no voy a suspender la joda. Es mi casa”. Nada por hacer, entonces.
La inseguridad también se coló en el edificio. Amigos de lo ajeno han ingresado a plena luz del día y desvalijado departamentos. La imagen de uno de ellos, que ingresó más de una vez, quedó inmortalizada en las cámaras de seguridad y empapela las paredes. Afuera, un letrero colocado recientemente advierte a inquilinos y propietarios que quien permita entrar a un desconocido, o no cierre correctamente la puerta, será sancionado.
Al patio ya casi no se puede salir porque se había transformado en una guardería sin control adulto y en un depósito de heces de mascotas; las churrasqueras se ceden con un celoso protocolo; las mudanzas se hacen en momentos cada vez más limitados y las cámaras se han multiplicado por cada rincón, incluso ahora en los ascensores, que deben ser reparados con mayor frecuencia porque, vaya a saber buscando qué, no falta el “vivo” que los daña día por medio.
Más que por seguridad, las cámaras parecen estar para vigilar que nadie haga daño o poder identificar al responsable. Aunque la mayoría de las veces sirven para delatar a los dueños que no limpiaron la opinión de sus perritos en el piso recién encerado, sea esa consideración líquida o sólida.
Claro que también llegó “la motosierra” porque, por la crisis económica, se recortaron servicios. Ya no hay seguridad privada, sólo quedó un portero y muy lejos quedó la contratación del jardinero. Eso sí: las expensas suben al ritmo de la inflación. Y los perros ladran al ritmo de la rebelión, la provocación, la violencia.
Yo también soy parte del “Criadero de caniches”. Soy un miembro de su comunidad, y en ocasiones como esta, me pregunto desde dónde aportar, cómo ayudar a cambiar, qué hacer… Tal vez el lector tenga sugerencias. O quizás todo quede en la resignación. Porque, en definitiva, es el lugar de donde siempre me estoy por ir, pero de donde nunca me he ido.
Ah, de los dos caniches que salían a pasear con su dueña pasadas las 2 de la madrugada sólo queda uno y ya no sale a tan altas horas. Eso sí, cada vez que atraviesa el pasillo de camino al ascensor, sus exasperantes ladridos le anuncian a cada morador y transeúnte que este fue, es y será siempre “El criadero de caniches”.
* El autor es periodista. [email protected]