Hace unos días, mis hijas nos compartieron un contenido que Ofelia Fernández publicó en YouTube. Un documental muy interesante que de inmediato socialicé entre amigos invitándoles a verlo sin preconceptos.
Las aulas eran el lugar donde el pensamiento demoraba. Hoy compiten con la velocidad de un scroll. La escuela fue el espacio de la narración; ahora de las notificaciones. Recuperar ese territorio es clave. La educación podría ser el último refugio contra el brillo de las caras iluminadas.
Hace unos días, mis hijas nos compartieron un contenido que Ofelia Fernández publicó en YouTube. Un documental muy interesante que de inmediato socialicé entre amigos invitándoles a verlo sin preconceptos.
Ofelia habla rápido, pero con natural serenidad, sin retórica, frente a una cámara. La escena tiene algo de confesión y algo de manifiesto. Coescrito con Agustín Valle*, el guion respira una madurez poco frecuente en los contenidos políticos o generacionales. La factura audiovisual es impecable: iluminación correcta, planos limpios, escenografía mínima y una narrativa que respeta los silencios. Ofelia no interpreta: piensa e intenta entender qué clase de humanidad se está armando con las pantallas. Y su pensar en voz alta permite vernos en su duda, en esa incomodidad que compartimos los que habitamos un tiempo que ya no distingue entre mirar y mostrarse.
En su libro *Jamás tan cerca. La humanidad que armamos con las pantallas (Paidós, 2022), Agustín Valle desmenuza esa incomodidad y la convierte en hipótesis: el pantallismo como hábitat. No miramos las pantallas: vivimos dentro de ellas. En su análisis, las pantallas no sólo median la realidad, sino que la producen. Organizan nuestros vínculos, nuestra atención, nuestra manera de existir. Esta es la humanidad que construimos pixel a pixel, una que confundió presencia con conexión. Y si el diagnóstico parece lúgubre, el libro es también una invitación a repensar qué clase de humanidad queremos seguir armando.
Borges advirtió en Funes el memorioso que la memoria total es una forma de parálisis. Ireneo Funes lo recordaba todo, y por eso era incapaz de pensar. Algo de eso nos pasa. Vemos tanto, tan seguido, tan simultáneamente, que perdimos la textura del mundo. La avalancha visual se volvió anestesia. Valle llama a eso “la pérdida de espesor de la experiencia”: todo se muestra, pero casi nada se siente. Ofelia lo traduce en lenguaje cotidiano: “no descansamos, sólo cargamos batería”. Hay una necesidad inminente de vaciar la papelera para que el pensamiento recupere espacio para resistir a la saturación. Y también un poco de aburrimiento no vendría mal.
El gran desafío que tenemos es político y pedagógico: regular sin censurar, educar sin moralizar, autoregular sin culpa. Valle lo aborda desde la estructura —la economía de la atención, los algoritmos, la colonización del tiempo libre—, y Ofelia lo lleva a un plano más íntimo: el aula, la escuela, la conversación perdida. Las aulas eran el lugar donde el pensamiento demoraba. Hoy compiten con la velocidad de un scroll. La escuela fue el espacio de la narración; ahora de las notificaciones. Recuperar ese territorio es clave. La educación podría ser el último refugio contra el brillo de las caras iluminadas.
Una de las salidas que sostienen es pensar la cultura como política de salud. La pantalla reorganizó el cuerpo: nos movemos menos, respiramos peor, dormimos fragmentados. El cuerpo pide distancia del dispositivo y necesitamos volver a la presencialidad, al descanso, a la ciudad como espacio de encuentro y no de tránsito. La cultura entendida como política sanitaria propone curar con rituales: el teatro, la música, la charla después del cine, la caminata, el silencio, el tiempo de la contemplación. Se trata de equilibrar. Que el cuerpo vuelva a tener la proporción y la experiencia del sentido.
Otra alternativa es ética: cuidar a los que llegan: ayudar a pensar, investigar, co-crear. Ninguna generación se salva sola. Si ya nacimos apantallados, podemos al menos enseñar a mirar críticamente. Transmitir que compartir no siempre es comprender, que estar en línea no es necesariamente estar presente, que mostrarse no equivale a existir. Salvar a los que vienen no es un gesto paternalista, es una apuesta por la continuidad humana.
En estas referencias se traza un puente: la posibilidad de recuperar la mirada pensante, o, mejor dicho, el pensamiento crítico. Restablecer la proporción entre ver y comprender. Tratar de recordar sin quedar atrapados en la memoria, de mirar sin que la pantalla decida por nosotros.
La rutina de las pantallas nos empuja siempre al mismo gesto: consumir, desplazarnos sin pensar, dejarnos llevar por un flujo que no elegimos (aunque creamos que elegimos). Pero incluso dentro de esa inercia aparece una fisura, una posibilidad de desviar el curso. La actitud será también la de animarse a romper un poco: interrumpir el automatismo y recuperar la presencia. Recordar, aunque sea por un instante, que no somos mercancía en circulación atados a un eterno código de barras.
* El autor es presidente de FilmAndes.