26 de marzo de 2018 - 00:00

Hay un carácter demagógico en la gestión del Pontífice - Por Carlos Lombardi

Los resultados de sus reformas en la iglesia han sido magros o aún están por verse.

El quinto aniversario de la designación de Jorge Mario Bergoglio como máxima autoridad de la Iglesia Católica, permite hacer un breve análisis de su gestión sin la intención de agotar el tema.

Más allá de la novedad que significó para el catolicismo romano designar al primer papa latinoamericano, resulta interesante hacer foco en dos escenarios.

El primero, tiene que ver con la imagen diferente que le imprimió a la función papal; el segundo, las reformas anunciadas con bombos y platillos por su aparato propagandístico.

Como papa Francisco, rompió la imagen impertérrita y el boato que era marca registrada del pontífice que lo precedió, Benedicto XVI, hoy Papa Emérito.

Desde su vestimenta, lugar de residencia, personas con las que comparte almuerzos y comidas, pasando por los medios de movilidad y la no observancia de reglas de protocolo, supo conquistar al católico medio y ganarse la simpatía de no creyentes y creyentes de otras religiones.

¿Fue suficiente ese cambio de imagen? Entendemos que no.

Los efectos inmediatos no se hicieron esperar: culto al líder, devoción acrítica, adoración sentimental, carácter demagógico de su gestión tendiente a complacer al pueblo católico.

Con todo, “el Papa de la gente”, como tituló Evangelina Himitian a su libro, es un primer indicador de uno de los propósitos de Bergoglio al iniciar su pontificado.

El segundo escenario no es tan banal ni infantil. Tiene que ver con el conjunto de reformas en la doctrina, como en la estructura y funcionamiento de la institución eclesiástica. Y en este escenario los resultados han sido bastante magros, o aún están por verse.

Dos cuestiones previas hay que destacar: primera, Bergoglio -según un panegirista cercano a él en Buenos Aires- tiene preferencia por generar procesos de cambio, antes que procurar resultados inmediatos.

Segunda, el modelo histórico con que nació la Iglesia Católica -monárquico-sacerdotal-, sigue vigente. Esta segunda cuestión es clave ya que indica la mentalidad clerical del sacerdote Bergoglio, para nada novedosa, e incluso antievangélica.

Dentro de ese modelo de institución ha pretendido llevar a cabo reformas. En el sistema financiero, en la Curia, en el sistema de encubrimiento de abusadores sexuales, aún incólume.

En la política exterior y relaciones con los Estados, a través de su cuerpo diplomático, ha jugado el papel de mediador, por ejemplo, para acercar posiciones políticas disímiles. Sin embargo, la Santa Sede tiene una deuda pendiente con el pleno reconocimiento del derecho internacional de los derechos humanos.

En el caso argentino interfiere en la política nacional, clericalizándola con la complacencia de la clase dirigente, entendida en sentido amplio.

Mientras, en el campo doctrinario, no se ha modificado una sola coma del catecismo, tal vez, por la feroz, aunque soterrada, oposición de los grupos conservadores.

La gestión del papa Francisco -a cinco años de su designación- puede decirse que oscila entre la preocupación por mantener la imagen de líder moral y el engaño de creer que se podrá cambiar una institución que nació en contra de los postulados básicos del cristianismo.

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