El maltrato animal en el siglo XIX
A lo largo del siglo XIX, el maltrato animal era una realidad cotidiana en nuestro país y en el mundo. Los caballos, esenciales para el transporte y las tareas productivas, sufrían todo tipo de atropellos. Comían sumamente mal y, cuando no estaban trabajando, eran hacinados en corrales a la intemperie.
Existía una superpoblación de equinos, lo que los hacía muy baratos y, en consecuencia, no se los cuidaba como correspondía. El médico e historiador José Antonio Wilde lo retrató crudamente: “era frecuente ver un paisano bajarse del caballo en medio del campo y degollarlo por haberse cansado y no poder andar más. Acto bárbaro, debido en parte a su modo de ser semi-salvaje, y en parte a la facilidad que toma de reponer su pérdida”.
Esta situación generaba una profunda indignación en Domingo Faustino Sarmiento, quien en 1881 escribió: “¡Si pudiera inventar una sociedad de seguros para los caballos! Cada día ocurren veinte siniestros en la calle: un caballo con las patas al aire; los ojos hundidos por el dolor y la agonía bajo el peso de diez quintales del carro cargado que se apoya sobre sus pulmones. Un bárbaro dándole garrotazos en la cabeza y diez y veinte caníbales traídos por el espectáculo, silenciosos, gozándose en las peripecias de la tragedia en las calles de Buenos Aires”.
La persecución a los perros
Pero no solo los caballos eran víctimas de esta indiferencia brutal. La situación de los perros era aún más alarmante. Los había en gran número y se desplazaban por los caminos formando jaurías. Sus mordidas podían contagiar rabia y, por ende, fueron considerados una plaga. Las diversas administraciones municipales buscaron eliminarlos mediante métodos sumamente crueles. Por ejemplo, en Buenos Aires, a principios de 1820, una de las tareas asignadas a los presos era capturarlos y matarlos a garrotazos. En Mendoza, la respuesta no fue menos violenta: se distribuían albóndigas envenenadas —o con vidrios— entre la población de cuatro patas, causándoles muertes terribles. Otra medida consistía en alquilar lotes baldíos para realizar matanzas de perros de manera sistemática.
El inicio del cambio de conciencia
Sin embargo, hacia fines del siglo XIX comenzó a gestarse un cambio de conciencia respecto del trato hacia los animales. Fue una época de inflexión, marcada no solo por la voz poderosa de Sarmiento, que insistía en la necesidad de proteger a los caballos, sino también por movimientos sociales que empezaban a cuestionar públicamente el maltrato en nombre de la civilización. Bajo su dirección nació la Sociedad Protectora de Animales, que lograría hacer promulgar una ley para su protección antes de la llegada del siglo XX.
Mendoza y la lucha contra el maltrato
En Mendoza, paralelamente, el movimiento pro-animales empezaba a tomar forma. En julio de 1887, el diario Los Andes publicaba una encendida editorial contra las riñas de gallos, un espectáculo dantesco y popular. El periódico reflexionaba: “Las riñas de gallos –leemos– son una de las diversiones que más choca con el espíritu del siglo. La gallomaquía y la tauromaquia son espectáculos que pervierten las costumbres, por cuya razón debían de ser prohibidos. El modo de divertirse de un pueblo influye poderosamente en su propia educación (…) La civilización ha establecido las sociedades protectoras de animales y en nombre de ella debe abolirse toda diversión que tenga por objeto gozar con la agonía de los seres vivos.
En efecto, repugna la conciencia la manía de ir a pasar momentos de contento con los dolores de dos animales valerosos como son los gallos (…) hay personas que matan al animal que huye o que cae rendido en la pelea. ¡Pobre animal!”.
De la persecución al amor familiar
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De jaurías callejeras a cochecitos de bebé: el cambio en el trato a los animales. FOTO: Gentileza
Este despertar de sensibilidad social fue solo el primer paso de una transformación profunda que, con el tiempo, cambiaría radicalmente la relación entre los seres humanos y los animales. Lo que en el siglo XIX eran considerados plagas a eliminar, con los años se convirtió en un vínculo de afecto y protección. Los perros, una vez perseguidos y exterminados, hoy ocupan un lugar central en los hogares, considerados no solo compañeros, sino verdaderos miembros de la familia o incluso hijos.
Un cambio cultural que costó tiempo, concientización y, sobre todo, una nueva mirada sobre aquellos seres que comparten con nosotros la vida.