La fatal arrogancia contra las Ciencias Sociales y Humanidades

Lo que verdaderamente está en debate es que, dado que el Estado no es ya algo ineficiente a reformar, sino algo presente a abolir, entonces ese órgano público llamado CONICET, cual apéndice actualmente infecto, debe ser cortado de raíz e injertado en el sano cuerpo de las empresas privadas.

Más que de una propuesta de reforma, se trata de un deseo de abolición; no ya exactamente del entero CONICET, pero sí de su gran Área de Ciencias Sociales y Humanidades. No estaría mal recordar aquí aquel magno principio de Hayek, referente de primer orden del liberalismo que esa fundación dice profesar: constituiría una “fatal arrogancia” que el burócrata de turno tuviera la potestad de decidir desde el Estado qué hacer con la plata de la gente (la tuya, la mía y la de aquel otro). Dicho de otro modo, según el economista austríaco, no existe derecho alguno para cambiar desde el Estado las decisiones efectuadas en el ámbito de la sociedad civil.

Ahora bien, sería un completo engaño pensar que el CONICET es una realidad puramente estatal. Por el contrario, es una realidad principalmente social. Es la sociedad argentina la que, a lo largo de varias décadas, ha decidido tener un organismo estatal de ciencia y técnica. Por tanto, so pena de demagogia y espíritu revolucionario, cualquiera que quisiera modificar de forma radical algo tan arraigado en la sociedad argentina como eso -no importa que sea promovido, financiado y dirigido desde el Estado-, debiera cuando menos debatirlo en sociedad. Antes de emitir sentencia sobre algo que importa tanto al conjunto de la sociedad, convendría escuchar a esa misma sociedad. Pues es ella -no los políticos de turno- la que debe decidir qué hacer al respecto. Siguiendo a Hayek, no hacerlo así sería incurrir en fatal arrogancia. No sería algo en absoluto liberal, sino autoritario. Naturalmente, por si vale la aclaración de este insignificante investigador: yo sí quiero -con el más liberal de los espíritus- un debate permanente y una reforma constante, pero de cosas cuya subsistencia vital no sea puesta en discusión. Para discutir de cosas que se desean ver muertas, que se ocupen los muertos.

Me temo que no sea este el caso de la predicha Fundación. Presiento que no tiene el más mínimo interés en exponerse a un debate en el que su posición resultaría tan abrumadoramente en desventaja. Bien sabe que el prestigio de las Ciencias Sociales y Humanidades argentinas es indiscutible, no sólo a nivel latinoamericano sino también mundial.

Con todo, por un momento al menos me voy a conceder el beneficio de la duda, y pasar a imaginar un debate con la posición libertaria. Supongamos que efectivamente ellos estén hablando de reforma y no de extinción. En el documento citado de esa Fundación, aparece un punto fundamental y decisivo: el protagonismo de los agentes privados. A su juicio, esto no sólo se refiere a la financiación de la investigación, sino también a la gestión y control de la misma. Llegamos, por fin, a lo que verdaderamente está en debate: dado que el Estado -junto con sus distintas reparticiones a modo de tentáculos- no es ya algo ineficiente a reformar, sino algo presente a abolir, entonces ese órgano público llamado CONICET, cual apéndice actualmente infecto, debe ser cortado de raíz e injertado en el sano cuerpo de las empresas privadas. Lo que está en juego, por tanto, no es si la incisión de la motosierra ha de ser mayor o menor en profundidad, sino la manera más hábil de cortar el órgano del ámbito público para injertarlo en el privado.

Se revela entonces una evaluación negativa por parte de los libertarios acerca de que el Estado pueda ser efectivamente un tercero imparcial. No aceptan en absoluto que, más allá de su ineficacia actual, sea capaz de constituirse en un poder neutro y superior, mostrando la capacidad de mantenerse por encima de los distintos grupos rivales y las diferentes empresas que compiten entre sí. Esta creencia fundamental de liberales como Rüstow y Röpke, es rechazada de plano por la postura libertaria. En su columna habitual de Odisea Argentina (lunes 26.05.25), Carlos Pagni lo puso claramente de relieve: desligado del liberalismo político, el supuesto liberalismo económico termina tergiversándose.

Cuando la palabra ‘casta’ resultó gastada, comenzamos entonces a escuchar lo del ‘partido del Estado’ y lo de la ‘ñoñería republicana’, como si la bandera republicana de la imparcialidad fuera una pueril ilusión, ya que todo se reduce a la competencia y lucha entre agentes parciales y privados. Efectivamente, en lugar de volver a afirmar una instancia superior de neutralidad, los libertarios defienden un auténtico feudalismo (tecnofeudalismo, para actualizar el concepto): los agentes privados de mayor poder serían los únicos sujetos capaces de decidir genuinamente -libremente- lo que ha de investigarse en el área de las humanidades y ciencias sociales, y cuántos recursos merece la pena invertir en ello. El inconveniente de esta postura es ya de sobra sabido: los osos terminan copando la escena pública, para luego tomarle a uno la casa. Lo que quizá sea menos conocido -por más normal y poco llamativo- es que los países más desarrollados del mundo cuentan con un Estado emprendedor.

En suma, el debate es claro: si en general -investigadores nacionales incluidos- se acepta que una mayor inversión privada sería deseable y bienvenida, al mismo tiempo es harto improbable que ello ocurra, a menos -tal como cree Mirtha, la Chiqui Legrand- que haya un agente estatal que lo exija. Ahora bien, una cosa es que el emprendedor privado aporte recursos para el desarrollo de la ciencia, y otra cosa muy distinta es que él se arrogue indebidamente el derecho de dirigir el destino de algo cuya lógica de funcionamiento ignora por completo. Otorgarles a los empresarios el derecho a gobernar el desarrollo científico de un país, sería algo tan descabellado como invitar a los osos de Grafton a la mesa, cuando ya es suficiente que estén sentados en ella los ingenieros del caos.

* El autor es Investigador del INCIHUSA/CONICET.

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