14 de octubre de 2025 - 15:55

Rabia, circo y tragedia: la increíble muerte relatada por Los Andes en 1885

Entre las historias funerarias que marcaron el siglo XIX en Mendoza, esta muerte se destaca por su rareza y su trágico desenlace.

Esta historia forma parte de esas muertes singulares que pueblan la memoria funeraria mendocina, relatos donde la tragedia y el misterio se entrelazan. Un caso insólito —morir de rabia tras ser mordido por un mono de circo — que fue registrado por el Diario Los Andes tanto en sus crónicas como en los avisos fúnebres.

Allí, entre nombres de vecinos, despedidas familiares y notas de duelo, apareció la breve mención de un hombre ilustrado, masón y víctima de un destino tan extraño como cruel. A partir de esa publicación, podemos reconstruir hoy una de las historias más curiosas del siglo XIX mendocino.

La amenaza silenciosa de la rabia en el siglo XIX

Durante el siglo XIX, la rabia era uno de los males más temidos en las ciudades latinoamericanas. Sin vacunas ni tratamientos efectivos, la enfermedad —transmitida generalmente por mordeduras de animales infectados— se convertía en una sentencia de muerte. Su sola mención despertaba terror: se sabía que la víctima sufriría espasmos, delirios y una sed insoportable antes de morir.

En las urbes en crecimiento, los perros vagabundos eran un problema crónico. Mendoza, como otras ciudades del país, tenía jaurías que recorrían las calles, basurales y baldíos, generando un clima de permanente amenaza. La falta de control sanitario y la convivencia cotidiana con animales callejeros hicieron que los brotes de rabia fueran cada vez más frecuentes. Frente a la imposibilidad de detener la propagación, las autoridades locales recurrían a medidas extremas: matar perros a palos, envenenarlos con albóndigas y organizar “batidas” públicas para exterminar los que anduvieran sueltos.

Una crónica del Diario Los Andes

En ese contexto, el 10 de marzo de 1885, el Diario Los Andes relató un episodio que muestra la tensión de la época. Un vecino de apellido Zambrano se salvó por muy poco de convertirse en víctima:

“El Domingo a la tarde hubo de ser víctima de un perro rabioso un individuo de apellido Zambrano. Éste transitaba tranquilamente (…) al llegar frente al antiguo templo de San Agustín, se vio de improviso acometido por un rabioso animal, que con la mayor furia le despedazó completamente el poncho, pero sin ocasionarle mordedura alguna, gracias al amparo que le proporcionaron algunos escombros donde logró subirse y ponerse a salvo de tan terrible enemigo. El perro fue perseguido por varios individuos que concurrieron al lugar del suceso, logrando darle muerte en las cercanías del Zanjón.”

El tono del artículo dejaba entrever el miedo generalizado: los animales infectados podían aparecer en cualquier rincón y atacar sin aviso.

José Méndez y el mono del circo

Pero el caso que más conmocionó a la sociedad mendocina fue el de José Méndez, un hombre ilustrado, masón y de ideas liberales, cuya muerte por rabia fue provocada por un mono perteneciente a un circo ambulante. A diferencia de otros casos, su origen resultaba tan insólito como trágico: no fue un perro, sino un animal exótico —traído como atracción— quien desató su destino.

El Diario Los Andes publicó la noticia con el título “Hidrofóbico”, utilizando el término médico con el que entonces se denominaba a la rabia humana. El tono del relato era estremecedor:

“Con motivo de que no es posible sujetar en los accesos de rabia que acometen al desdichado individuo J. Méndez, que se encuentra atacado de esta terrible enfermedad en el hospital, se ha resuelto tenerlo atado para evitar alguna desgracia que pueda ocasionar. Sabemos que hace cinco días que no recibe alimento de ninguna clase, y lo único que solicita es que lo desaten. Es muy probable, que por lo avanzado de la enfermedad, muera de un momento a otro.”

El hombre agonizaba entre convulsiones y delirios, atado a su cama en el hospital público. Según las crónicas, imploraba ser liberado, aunque los médicos y enfermeros temían que, en uno de sus accesos, intentara morderlos.

Una muerte anunciada

La muerte de José Méndez ocurrió al día siguiente. El periódico registró su deceso en la sección de fúnebres, sin detallar el drama que había vivido en sus últimas horas. Solo se consignó la causa: “hidrofobia”. No se mencionó al mono ni al circo, aunque en la memoria popular la historia circuló durante años como una advertencia sobre los peligros del contacto con animales foráneos.

Sus restos fueron depositados en el Cementerio de la Ciudad de Mendoza, pero no se conserva registro exacto de su tumba. Ninguna lápida recuerda hoy a este hombre que, sin saberlo, se convirtió en protagonista de una de las tragedias sanitarias más curiosas del siglo XIX mendocino.

El miedo y la ignorancia

A pesar de casos como el de Méndez, las políticas de salud pública siguieron enfocadas casi exclusivamente en los perros. Se implementaron matanzas masivas, campañas de envenenamiento y medidas crueles que muchas veces no lograron frenar la propagación del virus. El desconocimiento científico hacía que la rabia se interpretara como una forma de locura o posesión, y los enfermos eran vistos con miedo y repulsión.

El drama de José Méndez es un testimonio del miedo, la precariedad médica y la falta de conocimiento científico que caracterizaban a la Mendoza del siglo XIX. Su historia, relatada con minuciosidad por Diario Los Andes, combina elementos de tragedia humana, ignorancia y superstición. Y también revela un detalle singular: que el único mendocino muerto por la mordedura de un mono rabioso fue, además, un hombre culto, masón y defensor del pensamiento libre.

Un recuerdo en las páginas del diario

El Diario Los Andes fue el único testigo escrito de aquella muerte. Gracias a sus crónicas, sabemos hoy que en una Mendoza aún sin vacunas, sin laboratorios y con el temor de las jaurías callejeras, la rabia no solo era una enfermedad, sino un espejo de la fragilidad humana.

Y aunque el paradero de José Méndez se haya perdido entre las tumbas del viejo cementerio, su historia sigue viva en las columnas del diario que le dio nombre, en el eco de una ciudad que alguna vez temió que hasta los monos pudieran transmitir la locura.

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