Sin sacar los ojos del camino, Paula Echeverría abrió la gaveta y tanteó para buscar el porro que había dejado más temprano. Cuando un pozo hizo saltar el auto, la mano izquierda de su marido envuelta en aluminio cayó al piso.
RELATO. Paula viaja en su auto y varias cosas no están en su lugar: el cigarrillo que está fumando y, especialmente, la mano que lleva en la gaveta.
Sin sacar los ojos del camino, Paula Echeverría abrió la gaveta y tanteó para buscar el porro que había dejado más temprano. Cuando un pozo hizo saltar el auto, la mano izquierda de su marido envuelta en aluminio cayó al piso.
En sus días de gloria, la ruta había sido una autopista, pero los años habían arrugado el asfalto. Luego, las malezas lo habían cubierto de grietas. Resignada a llevar el viaje a los saltos, apretó el acelerador con toda la planta del pie, pero el viejo Fiat ya no estaba para esos trotes. En realidad, daba igual, esa noche no tenía por qué apurarse más allá de lo que demorara la mano en empezar a largar olor a podrido. Además, desde que Rubén no la esperaba en el sillón de la entrada para gritarle que seguro estaba con otro, ya no tenía ningún apuro en su vida.
Durante la semana, la Ruta 9 era un hormiguero, pero en madrugadas de domingo como esa estaba desolada. Por la ventana abierta entraba un aire apenas fresco que le secaba la transpiración. Paula prendió la radio y encontró una emisión trasnochada de tangos viejos. Subió el volumen y empezó a tararear. En unos minutos empalmaría la 12 y llegaría al peaje de Zárate.
Levantó la mano para apretar el botón de la luz y por fin logró encontrar el porro que se había armado con mucho cuidado más temprano. Lo encendió y aspiró satisfecha. Tanteó hasta dar con el paquete de aluminio y lo devolvió a la gaveta. El bulto ya estaba humedecido, tendría que haber sacado los papeles del auto para evitar que se arruinaran. O mandar la mano al baúl, pero le hubiera resultado muy extraño. Estaba acostumbrada a que su marido viajara en el asiento del acompañante. A Rubén no le gustaba manejar y en el asiento de atrás siempre se mareaba. Aunque a estas alturas eso ya no hubiera sido un problema.
Las luces de un control policial resplandecieron a unos metros en la ruta. «La puta madre». Paula bajó las ventanillas y tiró el porro, sin mirar cómo la brasa se perdía en la noche. Aferró el volante con las manos empapadas de sudor y bajó la velocidad. No había motivos para que la detuvieran, pero por si acaso chequeó cinturón y luces. Se aclaró la garganta para asegurarse de ser capaz de poner la misma voz afable con que saludaba a sus estudiantes en el laboratorio de física los viernes.
Al acercarse distinguió a dos oficiales en medio de la ruta que charlaban entre ellos. Paula redujo aún más la velocidad y puso balizas. Por un segundo creyó que pasaría sin problemas, pero el más alto extendió el brazo indicando que se orillara.
Intentó estar tranquila, pero mientras terminaba de bajar la ventanilla vio al policía acercarse con la nariz fruncida y supo que él ya había olfateado el vaho a marihuana.
—Buenas noches, señora —se asomó un poco por la ventanilla para enfocar mejor—. ¿Señor? ¿Hacia dónde se dirige?
—A Colón. A visitar a mis padres.
—Documento y papeles del vehículo.
Paula le dio lo que le pedía con los brazos rígidos para que no se notara el temblor que comenzaba a apoderarse de su cuerpo. Casi podía escuchar la mano gotear desde la gaveta hasta la alfombra. Mónica se lo decía cada vez que Paula iba a visitarla con un ojo morado: podía intentar aplazar las cosas, pero sería complicado ocultar todo por siempre.
Cuando conoció a Rubén, había decidido pausar sus estudios para dedicarle más tiempo al hogar. Pero nunca se había decidido a retomarlos hasta una semana atrás. Quiso hablarlo con Rubén un par de veces, pero cuando lo intentaba él pegaba un portazo y no volvía hasta a la noche. Ese día Paula se paró frente a la puerta, y por mucho que Rubén la insultó, ella se negó a moverse. Le quedaban pocos días para inscribirse y necesitaba una respuesta.
Luego del primer cachetón, Paula, sin mirarlo a los ojos y con un hilo de voz, le dijo que habían compartido diez años felices y quizás fuera hora de que cada uno siguiera su camino.
Rubén la agarró del cuello y la levantó por encima del marco de la puerta. Cuando la dejó caer al suelo, la violencia de las patadas retumbó más fuerte que la de los insultos. Paula escuchó tres de sus costillas partirse una detrás de otra. Ya no sabía si la sangre que empezaba a formar un charco a su alrededor salía de su boca, de su nariz o de un tajo cerca de su ojo. En un momento, un pitido ahogó todo lo demás y el mundo se apagó de repente.
Un baldazo de agua helada la devolvió a la realidad. Veía todo rojizo. Arrodillado frente a ella estaba Rubén mostrándole su alianza de matrimonio.
—Yo me merezco una mujer de verdad y no esto. Pero ambos prometimos que lo nuestro era amor o muerte.
Y, sin decir más, arrastró el cuerpo de Paula al abrir la puerta y se fue.
Por primera vez, Paula había temido que la matara.
Le llevó muchas horas volver a ponerse de pie. Apoyándose en la pared, logró llevar hasta el comedor un pequeño bolso que había armado la primera vez que Rubén la lastimó. Le dolía respirar y tuvo que tomarse varios descansos en el corto tramo que recorrió. Acababa de caer la noche cuando escuchó los infructuosos intentos de Rubén por colocar la llave en la cerradura, hasta que se hartó y abrió de una patada. Lo primero que percibió Paula fue el olor a tequila y vino barato, lo segundo fue el cambio en su expresión al ver el bolso en el comedor.
Los ojos de Rubén pasaron del bolso a Paula, y saltó sobre ella empuñando una botella de vidrio rota. El instinto de Paula lo empujó contra la mesada del televisor. El chasquido del cuello le indicó que algo no andaba bien, pero cuando comprobó que Rubén no se movía, confirmó lo peor.
Paula cruzó la calle con una mano en el costado del cuerpo que le quemaba. Frente a su casa estaba la clínica veterinaria de Mónica. Tocó el timbre y esperó. Su amiga abrió los ojos cuando la vio y murmuró algo que Paula no fue capaz de entender. Quiso que entrara al local, pero Paula negó con la cabeza y señaló su propia casa. Mónica la sostuvo con cuidado para ayudarla a cruzar la calle. Al entrar, miró inexpresiva el cadáver en el comedor y le pidió que la esperara un momento.
Volvió con la sierra que ocupaba para las amputaciones de los animales. Se arrodilló junto al cuerpo y comenzó a cortarlo en pedazos pequeños. Paula, abrazada a sí misma, fue testigo de cómo poco a poco el que había sido su marido iba desapareciendo.
Amontonaron todo en el freezer para que Paula pudiera tirar las partes en distintos lugares de las afueras del pueblo
—¿Pablo? Sí, Pablo Echeverría. Ahora entiendo —la voz del policía seguida de un sonoro escupitajo al piso la sacó de sus recuerdos de un tirón.
Ahora eran otros ojos los que se posaban en ella. Había visto esa mirada en muchas ocasiones. Un escalofrío le recorrió la espalda zigzagueando por las costillas aún no recuperadas del todo. La soledad de la ruta dejó de parecerle una ventaja y empezó a preferir que todas esas criaturas de historias paranormales que se contaban por la zona aparecieran de repente y se los llevaran a todos al infierno.
—Sí, todavía no he podido hacer el cambio del documento.
Vio en su cara que las disculpas no eran suficientes. Podía dejar pasar un porro, pero no que en el documento dijera Pablo y ahora ella fuera Paula. Quería explicarle que había estado ocupada con unos temas personales desde que había salido la ley para poder actualizar los papeles, pero no encontraba las palabras. Toda su energía estaba puesta en ignorar el pequeño charco de agua debajo de la gaveta.
—Vamos a tener que revisar su vehículo, caballero.
Paula se bajó y les abrió el baúl, pero en su cabeza ya veía la mano caer una vez más sobre el asiento del acompañante y la alianza resplandecer sobre el tapizado para recordarle todas las promesas que había roto y las que sí había cumplido.
Julieta Carricondo(30) nació en Junín, Mendoza. Es bioingeniera y se dedica a la programación de inteligencia artificial. Acaba de publicar su primer libro, Morimos todo el tiempo (editorial Leo), del que este cuento forma parte.