La felicidad es una palabra inflacionada. Se la usa para vender viajes, cursos de liderazgo o planes de retiro espiritual. Promete más de lo que puede cumplir y, aun así, seguimos buscándola con una fe ciega. Tal vez porque, como sugiere Pedro Saborido en su último libro Una historia de la felicidad (Ed. Planeta 2025), no se trata de una sola cosa ni de un estado permanente, sino de una suma de escenas, desvíos y pequeños malentendidos que, a veces, salen bien.
El mapa no coincide con el territorio
Buscamos la felicidad en los lugares “correctos”: el fin de semana extralargo, la casa propia, el trabajo soñado, el cuerpo ideal, la foto perfecta. Pero suele aparecer muchas veces donde no miramos: en una charla desordenada, en una caminata, en el humor absurdo que nos salva de la solemnidad. Saborido propone, con su maestría literaria cargada de humor, ironía y sarcasmo, una geografía inesperada: la felicidad no vive en los centros comerciales del deseo, sino en los bordes, en lo cotidiano, en lo que no pretende ser importante.
El tiempo inadecuado
Nunca es ahora. La felicidad siempre está por venir o ya pasó. “Cuando termine esto”, “cuando logre aquello”, “cuando tenga tiempo”, “cuando éramos chicos”. Y, sin embargo, se cuela en los momentos menos oportunos: cuando no la esperamos, cuando estamos distraídos, cuando bajamos la guardia. Hay una enseñanza incómoda ahí: la felicidad no responde a un cronograma; aparece a destiempo, como los amigos, como las ideas.
Nadie se salva solo
El imaginario contemporáneo insiste en la felicidad individual, casi como un tutorial de YouTube: quién viaja más, quién se realiza mejor, quién sonríe con mayor espontaneidad para la selfie. Pero la experiencia dice otra cosa. Las felicidades más persistentes suelen ser compartidas: una mesa larga, un proyecto en común, una risa colectiva. En los relatos de Saborido, la felicidad se prueba mejor cuando se conversa, cuando se discute, cuando se arma con otros, incluso —y, sobre todo— en la diferencia.
El sinsentido
Queremos ser felices por razones nobles y otras no tanto. Para estar bien, para que nos quieran, para demostrar algo. Pero también hay una felicidad sin causa, un disfrute que no necesita justificación.
El problema aparece cuando la convertimos en obligación que viene en una cajita de McDonald's: “tenés que ser feliz”. Tal vez convenga aceptar que no siempre sabemos por qué somos felices y que eso también está bien.
Humor necesario
La felicidad no está en la autoayuda que promete recetas universales ni en la positividad forzada que niega el conflicto. No está en la acumulación consumista de objetos ni en la idea de que todo debe tener un rendimiento. La felicidad no es eficiente. Pierde tiempo, se equivoca, se ríe de sí misma. En ese sentido, el humor, como gran desarmador de discursos, es una pista: cuando podemos reírnos de nuestras búsquedas, algo se acomoda.
En plural
Hablar de “la” felicidad es simplificar. Hay felicidades breves, torpes, incompletas; felicidades que duran lo que un mate, una canción, una tarde. Y hay otras más largas, hechas de vínculos, de pertenencias, de cosas que nos exceden. Pensarlas en plural nos libera de la tiranía del ideal único y nos permite reconocer las propias y las ajenas sin envidia, sin culpa.
Es con los otros
Más allá del bienestar individual, hay una pregunta casi urgente: ¿podemos construir formas de felicidad compartida? Ciudades más amables, trabajos más humanos, culturas que no expulsen. Tal vez la felicidad no sea solo un estado emocional, sino más bien una tarea política y cultural: crear condiciones para que más personas puedan vivir mejor. No es menor, ni ingenuo. Es, quizás, lo más serio que tenemos por delante. No se puede ser feliz en soledad o como decía Favio: “la felicidad existe si somos felices todos”
La felicidad no es menos profunda por ser sencilla y por ahí se nos escapa cuando la complicamos demasiado. Pensarla, discutirla, ironizarla como hace Saborido, la vuelve posible.
Y si algo podemos desearnos, sin tantos clichés navideños, es esto: MUCHAS FELICIDADES. Diversas, imperfectas y, siempre que se pueda, compartidas.
* El autor es presidente de FilmAndes.