En la emboscada que le tendió en la Casa Blanca a Cyril Ramaphosa, el presidente norteamericano dañó sin proponérselo a Benjamín Netanyahu, al sorprender al visitante acusando al gobierno de Sudáfrica de estar llevando a cabo un genocidio contra la minoría blanca.
Lo mismo que un par de meses atrás hizo con Volodimir Zelenski, tendiéndole una celada en el Despacho Oval, le hizo ahora al presidente sudafricano, exhibiendo unos videos que como pruebas son poco y nada. Para colmo, los golfistas blancos que acompañaron a Ramaphosa y son ídolos de Trump, así como el archi-millonario blanco Johan Rupert, que también integró la comitiva sudafricana, le explicaron a todos en el Salón Oval que no hay ningún genocidio de blancos en Sudáfrica.
¿Por qué este estropicio pudo haber dañado a Netanyahu? Porque si Trump y su lugarteniente sudafricano Elon Musk denuncian un genocidio que no ha visto ni denunciado nadie, entonces que deberían hacer frente a la catástrofe humanitaria que ante los ojos del mundo entero está exterminando a los habitantes de Gaza y denuncian cada vez más voces y gobiernos.
Seguramente, si hubiera tenido en cuenta ese efecto colateral, el jefe de la Casa Blanca le habría dicho al dueño de Tesla y Space X que no era el momento para atacar con semejante acusación a sus enemigos negros de Sudáfrica. No obstante, es evidente que Trump está ofendido por los bombardeos con que el líder israelí saboteó la tregua que Trump había anunciado en Gaza.
La catarata de auto-elogios que siempre está dispensándose Donald Trump, jamás salpicó la más mínima autocrítica, pero en su última gira por Medio Oriente actuó como guiado por una revisión correctiva.
Salones lujosos de imponentes palacios son paisajes cotidianos para el multimillonario que lidera la mayor superpotencia. Pero en los aposentos fastuosos de las monarquías del Golfo el magnate neoyorquino se veía diferente.
Su gira por Medio Oriente pareció mostrar que a su conocido pragmatismo le ha sumado un sentido de la realidad, algo que nunca había sido más fuerte que su oceánica egolatría. Quizá consciente de su falibilidad por la sucesión de malos cálculos que lo llevaron a incómodas contramarchas, como la que dio en la guerra arancelaria contra China, además de los desaires que le hicieron sus admirados Putin y Netanyahu bombardeando las treguas que él había impulsado, empezó a confiar menos en su instinto y también en los líderes con los que comparte un conservadurismo blindado de insensibilidad.
Al abrazo con Mohamed bin Salmán a pesar del asesinato y descuartizamiento de Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul, lo precedió del apretón de manos que tuvo que dar Joe Biden al hijo del rey Salmán bin Abdulaziz al Saud, a pesar del brutal crimen de ese disidente que residía en Estados Unidos. Pero al presidente demócrata le tocó la etapa anti-iraní de Mohamed bin Salmán, mientras que Trump estrechó la mano del príncipe al que China reconcilió con la combativa teocracia persa.
A esa misma hora, sus negociadores acercaban posiciones con Irán para un acuerdo nuclear que a Netanyahu le causará nauseas.
Las aguas del Oriente Medio están revueltas y en ellas el joven líder saudita puede llevarse bien con los ayatolas persas y también con el ex jihadista de Al Qaeda que derribó a Bashar al Asad, el aliado de Irán en Siria. Lo raro fue ver a un presidente norteamericano estrechar la mano y elogiar a un miembro de la organización terrorista que provocó el 11-S, quien además combatió a las órdenes de Aymán al Zawahiri contra las tropas estadounidenses en Irak.
Ahmed al Sharaa es hoy el presidente de Siria, pero antes fue Abú Muhamad al Jolani, su nombre jihadista como jefe del Frente Al Nusra, brazo de Al Qaeda en la guerra civil que acabó derribando la dinastía Al Asad. Por eso resultó impactante el apretón de manos y sonó rarísimo el elogio de Trump al jihadista que en Irak jugaba al fútbol pateando cabezas de soldados norteamericanos decapitados: “un joven atractivo con un pasado fuerte, un luchador”.
Un acercamiento hasta hace poco inconcebible que puede resultar acertado para un rediseño positivo del tablero del Oriente Medio. De hecho Europa ya lo había aceptado.
Igualmente, extrañas fueron las imágenes del jefe de la Casa Blanca en el palacio de la dinastía Al Thani, recibiendo un regalo estrafalariamente desmesurado: un jumbo Boeing 747.
Más raro aún fue verlo abrazar a Tamim bin Hammad al Thani, el emir de Qatar que lleva años financiando el poderío de Hamás en la Franja de Gaza y dando refugio a líderes políticos de la organización terrorista, como Ismail Haniye.
Cuando Riad y Abu Dabi tenían a Teherán como principal enemigo, Doha mantuvo una cercanía con la República Islámica, lo que le valió un largo bloqueo de sus vecinos árabes. Ahora, el efusivo acercamiento de Trump a Qatar muestra postales que deben haber indignado a Netanyahu.
Sucede que ha Trump lo ofendieron los bombardeos de saturación que el premier israelí ordenó en las últimas semanas. Pero no por las cientos de muertes civiles que incorporó a las catastróficas estadísticas que ya ha causado, sino porque sepultó la tregua que él presumía haber impuesto en ese territorio devastado.
* El autor es politólogo y periodista.