Tenía doce o trece años cuando escuché por primera vez a un señor con acento raro decir en la tele algo que me dejó quieto: “El poder no cambia a las personas, solo revela quiénes son en realidad”. Era José “Pepe” Mujica, expresidente de Uruguay, y hablaba vestido como cualquiera, con una mirada cansada pero tierna, sin escudos ni soberbia, con la voz rasposa del que ha vivido mucho, incluso en la oscuridad. No sabía quién era, pero me acuerdo que me cayó bien. Mucho más que otros que también hablaban en la tele y gritaban como si el país fuera una guerra.
Hoy, tengo 22 años y todavía me acuerdo de él, no porque fuera perfecto ni porque Uruguay sea el paraíso. Me acuerdo de él porque era humano, porque hablaba bajito, con respeto, con pausa, porque cuando respondía a un periodista no lo mandaba a callar ni lo trataba de idiota. Eso, que puede parecer chiquito, hoy es gigante.
A veces me pregunto qué nos pasó, cuándo fue que dejamos de ver la democracia como algo que nos iguala y empezamos a tratarla como un obstáculo. Cuándo fue que se volvió moda burlarse de los que piensan distinto, despreciar al que pregunta, atacar al que señala algo que está mal. Cuándo fue que defender ideas se volvió sinónimo de gritar más fuerte que el otro o de inventar una guerra contra todos, incluso contra la propia democracia que te puso en ese lugar.
Claro que la democracia es imperfecta, tiene baches, errores, injusticias, pero es nuestra. Es el único sistema que permite que estemos todos, incluso los que piensan que todo está mal. Cuidarla es una tarea diaria y se cuida no sólo con leyes, también con el tono, con las formas, con los gestos. La democracia se cuida cuando alguien con poder responde una pregunta sin gritar, cuando no se alimenta el odio, cuando se entiende que gobernar no es humillar.
A veces siento que se perdió el sentido de la palabra “república”, que se la usa como una bandera vacía mientras se patea su esencia. No hay república sin prensa libre, sin disenso, sin instituciones fuertes y, sobre todo, no hay república sin respeto.
Por eso vuelvo a Mujica, porque él estuvo preso, también tuvo rabia, también sufrió, pero no eligió vengarse. Eligió hablarles a todos, incluso a los que no lo querían, eligió no llenarse de lujos ni de odio, eligió decirnos que la vida se nos va y que no tiene sentido desperdiciarla en peleas inútiles.
No sé si hoy Pepe Mujica tendría likes en TikTok, pero sé que lo necesitamos. No a él, sí a lo que representaba: la política como servicio, la humildad en el poder, la ternura como forma de hacer historia.
Me acuerdo de Pepe Mujica y me dan ganas de seguir creyendo que hay otra forma de hacer las cosas. Que la democracia no es una molestia: es el único camino que tenemos para seguir estando todos, incluso cuando no pensamos igual. Ese es su mayor legado y nuestro deber es honrarlo.
* El autor es estudiante de Comunicación Social.