Un mes atrás falleció Beatriz Sarlo. Poco antes de morir había revisado su último manuscrito cuya portada quedó en manos de su editor. Con ello, “la Sarlo”, como era conocida por públicos amplios (incluida mi mamá y sus amigas de los martes) porque había desafiado la maquinaria de propaganda de Cristina Fernández de Kirchner, dejaba su propio retrato intelectual. Un trayecto estelar compuesto en la intersección de la crítica literaria, los estudios culturales, la historia de los intelectuales y la dirección de la revista Punto de Vista: la principal vidriera del debate cultural y político entre la transición de la última dictadura y la democracia recuperada en 1983. Un perfil edificado en la combinación virtuosa entre inteligencia, voluntad de trabajo, condiciones de posibilidad y lo que señala más de una vez en su relato de vida: la fascinación o placer que supone el hecho de no entender para emprender cualquier viaje a geografías culturales desconocidas.
Sarlo volcó en su autobiografía un ejercicio de escritura y de pensamiento edificado en el mundo de una familia de clases medias porteñas, y de la cultura y la sociedad argentina transcurrida entre la muerte de Eva Perón, y la última metamorfosis del peronismo. Allí emergen testimonios de sus incursiones en la historia de la literatura argentina imantada, por supuesto por Sarmiento y no por Mitre, de los que dejó enseñanzas perdurables sobre el modo en que los intelectuales pensaron la realidad nacional de los siglos XIX y XX. Un modelo de intelectual comprometido consagrado por la tradición francesa, en el linaje de Sartre, y de la cultura inglesa que estudió en un colegio de Belgrano de la mano de rígidas maestras irlandesas donde conoció los estilos y gustos que la diferenciaban de niñas de las clases altas, y en el que ensayó su imaginación en una composición dedicada a Evita por la que recibió su primer reconocimiento público, al que asistió con una de sus tías ante el enfático antiperonismo que militaba su padre, a quien define como un liberal del siglo XIX, como lo aprendió de David Viñas.
El interés por la política y el ciclón que trastocó para siempre la vida pública del país provino de su tío, Fernando del Río, un abogado de sindicatos y filiado con el grupo de jóvenes radicales reunidos en FORJA, y de la lectura del diario El Mundo que ojeaba en su casa deleitándose con las imágenes de aquella joven y bella mujer de cabellos rubios, con rodete y vestidos de Balenciaga que la equiparan con las actrices de Hollywood, y que se había propuesto ser la única intermediaria entre Perón y los pobres que asistía. Los veranos en las sierras cordobesas constituyeron la contracara de su vida infantil urbana. La alternancia entre la ciudad que amó hasta su muerte y las costumbres de campo que integraban inmigrantes gallegos era semejante a los estilos literarios que conoció desde pequeña en tanto incluían los poemas de Rubén Darío y Amado Nervo que recitaban sus tías, y los versos de Almafuerte y Evaristo Carriego que replicaba su tío. En el medio la figura de su padre operó de imán en la “batalla” de hacer de la educación el motor del cambio y del salto necesario entre las capacidades innatas y las adquiridas. Un proceso que como todo aprendizaje supone postergaciones, fracasos y reintentos en base a la “ética del trabajo”. En una carta que leyó de niña y releyó mientras escribía sus memorias, su padre le había dado la clave para no detener la marcha y cruzar el umbral: “Mirar para arriba y para adelante”.
Los libros y las artes fueron objetos de aprendizajes, sensibilidades y gustos literarios y estéticos cultivados durante la adolescencia: allí resalta cómo enfrentó al Quijote de Cervantes, los versos de Calderón de la Barca y la poesía de Rimbaud mientras estudiaba francés con una profesora que admiraba todos los sábados en su casa. También habla de su atracción por la arquitectura moderna, en especial, del pasaje del boceto a la representación geométrica a mano alzada que hacía su prima, y la pretensión frustrada de asistir al Teatro Colón a instancias de la madre de una amiga del barrio, oriunda de Viena, la ciudad de Freud que la fascinó tiempo después.
La temprana autonomía de Sarlo la condujo a salir del hogar paterno a los 17 años, y emprender su propia ruta. Estudió Letras en la UBA sin destacarse como alumna. Su porfía contra el canon la hizo declinar tomar clases con Borges, preferir las lecciones de su adjunto y del profesor de latín para entender La Eneida, mientras frecuentaba bibliotecas y las tertulias de la bohemia próxima a la facultad. Poca sorpresa hay allí en cuanto la política ya había permeado su vida al igual que los jóvenes de su generación convencidos de transformar el mundo. Mientras participaba de debates y movilizaciones callejeras con la certeza que “todo se juega en el presente”, el golpe militar de 1966 introdujo un punto de inflexión en su carrera porque para ganarse la vida puso a prueba sus destrezas en el trabajo editorial como correctora y traductora de textos. Primero en Eudeba y luego en el Centro Editor de América Latina donde abrevó en la cultura comunista, la literatura hispanoamericana y los secretos de proyectos editoriales destinados al público experto como de alta divulgación.
Ese bagaje le permitió sobrellevar los años de plomo y regresar a la facultad en 1984 como profesora de Literatura Argentina dejando una huella imborrable del modo en que dictaba sus clases, y en su propio catálogo de libros iluminados por Barthes, Gramsci, Williams, Bourdieu o Halperin Donghi en los que volcó su pasión por la modernidad. Lo hizo durante veinte años hasta que decidió no repetirse a sí misma, y alternar su labor intelectual con el cine, las artes y el periodismo. Escribió siempre, nunca dejó de hacerlo casi hasta el final, porque como dijo una vez: escribir es una forma de pensar. O, mejor dicho, escribir es una forma de entender.
La autora es historiadora del CONICET.