Más que desregular, se trata de desprivilegiar

De tanto creer cierto peronismo que su identidad era la única que representaba a la argentinidad toda, hoy su columna vertebral, el sindicalismo, se pone al frente de las corporaciones y de la reacción conservadora para defender los privilegios de las elites.

Héctor Daer, Pablo Moyano y Carlos Acuña, el triunvirato que conduce la CGT.
Héctor Daer, Pablo Moyano y Carlos Acuña, el triunvirato que conduce la CGT.

Aunque quizá para Javier Milei, desde su concepción teórica, la desregulación sea un principio conceptual irrenunciable, del mismo modo que considera al Estado como un mal en sí mismo, hay muchas personas que pueden apoyar la mayoría de las medidas insertas en el megadecreto sin pensar necesariamente igual, pero persuadidos de que en el péndulo de la historia luego de décadas de regulaciones atroces la Argentina necesita dar un golpe de timón porque la enfermedad ya está inserta estructuralmente en el cuerpo de la nación -tanto en el económico como en el cultural- y sería imposible curarla con medidas parciales frente a las inevitables resistencias de cada sector privilegiado.

Porque de eso se trata precisamente. La regulación que busca equilibrar desde el Estado para que los intereses privados o sectoriales no se impongan sobre el bien común, es muchas veces necesaria ya que el Mercado como instrumento de regulación espontánea, puede en un aspecto ser lo más conveniente para la iniciativa personal sin intromisiones burocráticas, pero siempre está el riesgo de que se imponga la ley de la selva, la ley del más fuerte. Ni el Estado es Dios como piensan los kirchneristas más extremos, ni el Mercado es Dios como piensan los mileistas más extremos. Pero a veces se necesita más de uno que del otro, según de dónde venimos y dónde estamos. Y hoy, a no dudarlo, el Estado tal como lo hemos construido (o destruido) en los últimos veinte años, no sirve para nada. O más bien para nada bueno. Porque este Estado que es la culminación de un proceso corporativo de décadas (e incluso con antecedentes seculares porque la Colonia española de los siglos de decadencia, era su expresión más acabada, frente al naciente, creciente y triunfante liberalismo anglosajón que nuestra generación constitucionalista trató de sintetizar con la identidad de los argentinos, y lo hizo estupendamente bien) es regulador, claro, pero regulador al servicio de los intereses privados o sectoriales expropiando para ganancia de ellos, al bien común. Se trata en realidad de utilizar el Estado para otorgar privilegios dando vuelta el sentido positivo del concepto de regulación. Por lo que hoy, tal vez, el gran consenso mayoritario debería ser el de quitar la mayor parte de los privilegios acumulados por las elites más allá de si se coincida o no con la filosofía del principal responsable de su ejecución, el presidente de la Nación.

El pacto que dio nacimiento a la República Corporativa moderna

Podría fijarse, más allá de los antecedentes culturales hispánicos de antes de la independencia, a muchas fechas como el inicio de la República Corporativa que sustituyó a la liberal. Algunos hablan de la década del 30, otros del peronismo de 1945, Milei incluso de 1916.

En realidad, y eso está bien expresado en el articulado del decreto de Milei-Sturzenegger, la República Corporativa argentina tiene su expresión inicial más moderna, en cuanto a legislación se refiere, con el gobierno de Onganía que fue el primero de los militares golpistas que quiso imponer como doctrina nacional un corporativismo copiado del franquismo español. Y su gran concreción fue el pacto entre la dictadura militar y el sindicalismo vandorista, ya que a ambos los unía el deseo de ser los reemplazantes de la hegemonía política que por entonces era predominio casi exclusivo de Juan Domingo Perón. El corporativismo franquista y el peronismo sin Perón se aliaron a través de una ley fundamental: la de obras sociales. Si hasta ese momento se podía acusar a los sindicalistas de ser burócratas, poco representativos de las bases y a algunos incluso de corruptos, con esa nueva ley dejaron de ser sindicalistas para transformarse en empresarios, muchos de ellos multimillonarios, porque alrededor del negocio de la salud montaron verdaderos imperios que los alejaron definitivamente de las bases obreras. Desde ese entonces fueron tan patrones como los dueños de las empresas. Y siguen así.

Desmontar ese sistema significó un gran fracaso histórico de Alfonsín quien fue el primero en llamar por su nombre a ese verdadero pacto militar-sindical (el cual lo volvió loco durante toda su presidencia con infinidad de paros e intentos de golpes de estado). Lo mismo le pasaría a De la Rúa y Macri, mientras que las presidencias peronistas no los tocaron, como ocurrió con Menem, o los fortalecieron al infinito, como ocurrió con los Kirchner. Y el país hoy es plenamente en sus contenidos una República Corporativa hecha y derecha que sólo conserva las formas institucionales de una República Representativa. Desmontar eso sigue siendo urgente, ayer, hoy, mañana y siempre si queremos salir de nuestra decadencia. O al menos para que sea el punto de partida desde donde empezar a salir porque estamos tocando las bases estructurales del mal argentino.

Los militares, sin Congreso y con una justicia amordazada, fueron confeccionando todo tipo de decretos incluso luego de que el intento franquista de Onganía fracasara. Y ya en democracia, desde 1983, las cosas en este sentido no cambiaron demasiado. Ahora las leyes las trataba el Congreso y controlaba la Corte su constitucionalidad, por eso se adoptó una táctica muy original para seguir fortaleciendo la República Corporativa: hacer leyes que en sus artículos proclamaran el bien común, el interés general, pero luego, en los bajos fondos de las cámaras legislativas, se negociaba con los sectores corporativos la letra chica de la reglamentación donde se insertaban sus privilegios a cambio de bien remuneradas atenciones.

El sindicalismo al frente de la reacción conservadora

No por nada, frente al polémico pero por demás interesante decreto antiregulatorio de Milei (e incluso de muchas leyes que está enviando al Congreso), hay tantas resistencias de los sectores que resultaron beneficiados por esta política corporativa. Pero, sin embargo, en general las protestas no se hacen oír demasiado (más bien conspiran por abajo) salvo, claro está, la del principal sostén desde 1966 de la República Corporativa luego de que perdieron importancia los militares: el sindicalismo peronista. Que se ha puesto al hombro el combate para impedir que el viejo orden sea reemplazado por cualquier otro. En la Argentina, ninguna corporación es tan conservadora como el sindicalismo. Por eso ya le declararon la guerra al nuevo gobierno. E incluso se justifican de una manera terminante, sin que se les caiga la cara de vergüenza, acerca de porqué no le hicieron una sola huelga al recientemente finalizado peor gobierno de la historia democrática y al actual no le dejan ni respirar siquiera. Los capos de la CGT admiten que la presidencia de Alberto Fernández afectó los salarios de los trabajadores pero no por culpa del gobierno sino de los empresarios especuladores. Escuchemos a Héctor Daer: “Durante los cuatro años del gobierno anterior jamás hubo un proyecto que cambió la matriz estructural de la legislación laboral en contra de los trabajadores, jamás se apuntó contra el sistema jubilatorio, jamás se apuntó en contra de la igualdad que tenemos en nuestra tierra. Y a pesar de que la inflación fue alta y sigue siendo un flagelo, tuvimos la paritaria para recomponer el salario”.

Esto dicho en boca de un empresario también sería mentira, pero en boca del jefe de todos los sindicalistas es además una infamia absoluta. Lo importante no es que los trabajadores se caguen de hambre sino que no se tocó la “matriz estructural” del sistema. Con lo cual está todo dicho: mientras no le toquen sus privilegios de casta o de elite, que destruyan al pueblo trabajador que ellos dicen defender, no es algo grave.

Suena increíble que la CGT peronista que nació como representante de los trabajadores que se integraron al consumo, la producción, el trabajo y la movilidad social ascendente (muchos de los cuales pasaron a formar parte en apenas una década de la gran clase media argentina, ahora convaleciente) hoy se haya olvidado enteramente de sus bases y se haya convertido en la más visible y poderosa representante del resto de las corporaciones argentinas que buscan defender sus privilegios sectoriales expropiados al bien común. Por eso, hoy en la Argentina, una de las grandes tareas políticas progresistas (en el sentido de progreso contra conservación o reacción) es, más que desregular, desprivilegiar. En todo y a todos.

Serás peronista o serás nada

El otro día, el más grande mentiroso de los índices inflacionarios de la historia nacional, Guillermo Moreno, les aconsejó a los peronistas que no le hagan huelga a Milei, total, dijo “en unos meses se cae solo”. Y dio una explicación interesante: “va a fracasar porque sus ideas son del mundo anglosajón, no del mundo latino, católico, hispano italiano como somos los peronistas y el pueblo no las va a aceptar”.

Nos está diciendo que nadie que no sea peronista puede gobernar la Argentina, poniendo a la identidad nacional como una idea absoluta inmodificable y básicamente sectaria, pese a tantos progresos que para sintetizar culturas hizo nuestra Constitución, la alberdiana y su proyecto de país.

Sin embargo, quien mejor lo expresa es el periodista peronista Tomás Rebord, que cuando Sergio Massa ganó la primera vuelta y creyó que sería el nuevo presidente, explicó porqué el peronismo no puede perder, porqué el peronismo es la Argentina. Escuchemos como tan brillantemente lo dijo: “Peronismo es un proyecto capitalista nacional de la República Argentina. El peronismo es idiosincrasia cultural de este suelo. ¿Saben por qué se los digo así? Porque en serio, si no lo entienden de una vez, van a vivir una vida de frustración con el culo roto. Me bardearon mucho el otro día por un clip en el que decía: ‘Van a ver peronismo hasta que se mueran y nunca van a entender por qué’. Yo sigo pensando exactamente lo mismo. Cada vez que los convoquen a terminar con el peronismo, sepan que los están invitando a una frustración que puede ser más intensa o menos intensa, pero por definición es transitoria porque no te podés enojar con la idiosincrasia cultural de tu suelo. No te podés enojar. Es como enojarse con el sol porque salga. Si siguen sin entender el país en dónde nacieron, solo les depara una vida de frustración. Por lo cual les digo, hagoveros libertarios , pequeños llenos de ilusiones y sueños, están a tiempo: háganse peronistas, El peronismo es lo que debe ser, el mandato del pueblo. Por eso muta. No es muy difícil de entender”.

Esa es la cuestión filosófica de fondo y uno de los grandes dramas del país: en vez de aprovechar su larga historia para devenir un partido popular más, entre otros, el peronismo en su peor expresión sigue creyendo que su naturaleza coincide exactamente con la naturaleza del pueblo argentino (cuando la radical y la liberal, entre otras, son tradiciones igual de argentinas). Y, entonces, se es peronista o se es nada. Y si es nada, se lo puede destituir. Como ya lo están intentando algunos supuestos representantes de nuestras esencias.

Si el peronismo aprovecha esta ocasión, en la que solo perdió una elección, para volver a sus mejores valores, los que defienden sus militantes más idealistas y racionales, no es necesario que, como dice Rebord, ni el peronismo ni nadie desaparezca. Pero para eso debe dejar definitivamente de pensar que es sinónimo de la Argentina entera, y aceptar que es solamente parte y nunca el todo de la Nación.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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