Su historia representa un doble símbolo: el del avance femenino dentro de un ámbito históricamente masculino y el de la voz del interior en una tradición hasta entonces dominada por Buenos Aires. Cuatro años después, su mirada sobre la masonería combina convicción, serenidad y una profunda fe en el pensamiento libre.
La masonería como escuela de vida
“La masonería es una institución filosófica, filantrópica y progresista”, dice Castillo con tono sereno, pero firme. La define como un espacio iniciático y simbólico, donde el fin último no es acumular poder, sino estimular el perfeccionamiento moral, ético e intelectual de las personas.
Ese trabajo interior tiene consecuencias sociales: “Nos enseña a desarrollar nuestras potencialidades, a liberarnos de prejuicios que resultan lesivos al progreso de los individuos. Distinguimos así que los límites pueden ser físicos, pero las limitaciones son mentales.”
En definitiva, la masonería —dice— se construye en ese diálogo entre introspección y compromiso con el otro. “El centro del desarrollo de la masonería va a ser el ser humano. No es una institución de claustros, sino formadora de subjetividades librepensadoras, comprometidas con lo social, lo público y la ciudadanía.”
La igualdad como principio y no como excepción
Cuando se le pregunta si existe una diferencia entre la masonería masculina y la femenina, Castillo señala que esencialmente la masonería no guarda diferencias. La finalidad de ambas es la misma: “la conformación de ciudadanos y ciudadanas comprometidas con sus tiempos, con sus geografías.”
La historia, recuerda, fue la que trazó la distancia. “En 1717 estaba vedada toda actividad a las mujeres, todo desarrollo en los ámbitos públicos. Su participación estaba circunscripta al ámbito privado.” Por eso, cuando la masonería femenina nació formalmente, llegando a Argentina en 2002, lo hizo con una energía reparadora. “Nos compenetramos en la esencia de la institución y advertimos que no existe diferencia por género, ni por clase social, ni por niveles catedráticos”, afirma.
La suya no es una lucha de espejo, sino de complemento. “Somos dos instituciones soberanas y autónomas —explica—, pero eso no impide que desarrollemos tareas conjuntas por el bienestar de nuestras comunidades y de la humanidad.”
Para Castillo, la masonería femenina argentina continúa el legado de las mujeres argentinas que pensaron la libertad antes de ser reconocidas por la historia: Julieta Lanteri, Cecilia Grierson, Alicia Moreau de Justo. Grandes luchadoras que representan el germen del compromiso social y ciudadano.
Presidentes masones y memoria argentina
Hace algunos días, por primera vez, se exhibieron documentos que confirmaron la pertenencia de Juan Domingo Perón y Raúl Alfonsín a la masonería. Para Castillo, el hecho tiene una dimensión simbólica:
“El hecho de poder comunicar la participación de algunos políticos, presidentes del país y personalidades de la comunidad científica o cultural no hace más que ratificar el compromiso ciudadano y social que tiene la masonería a lo largo de su existencia.”
Enumera sin jerarquías los nombres que integran el panteón masónico nacional: “José de San Martín, Manuel Belgrano, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Leandro N. Alem, Hipólito Yrigoyen, Cornelio Saavedra, Florentino Ameghino, José Hernández, Quinquela Martín, Adrián Otero.”
Cada nombre —dice— es una pieza de una misma herencia: “la búsqueda de trascender la finitud dejando un legado de obras, pensamientos y trabajo en bienestar de las comunidades.”
Adentrándonos en la historia de la masonería podríamos decir que se trata de una continuidad, que sostiene y demuestra que no se trata de una reliquia secreta, sino una tradición cívica que atravesó el corazón político y cultural del país. Siendo parte silenciosa de una gran construcción colectiva.
Democracia, tolerancia y el arte de la concordia
Castillo insiste en un punto: la masonería no enseña a pensar igual, sino a convivir en la diferencia.
“Que en sus filas haya integrantes con distintas ideas políticas, religiosas, con distintas miradas, no hace más que poner en valor el respeto, la tolerancia a la diversidad de opiniones, a la diversidad de miradas, de credos, de ideas.”
En tiempos donde los discursos extremos parecen dominar la agenda pública, su planteo resulta alentador.
“La masonería fortalece la democracia y los principios republicanos —dice—, porque contribuye a la convivencia pacífica de todos los integrantes y pone en valor la concordia nacional por sobre todas las cosas.”
Esa concordia, explica, es la base de un país sano. “Es el gran ágora, el espacio de conformación de consensos, la posibilidad de construir un tejido social diverso, plural, colectivo, que tenga como eje fundamental el progreso del ser humano basado en la dignidad.”
Para Castillo, ese mensaje —más que una consigna— es una urgencia.
“Hoy la masonería tiene la posibilidad de mostrar que es una institución relevante para la construcción de los tiempos actuales y venideros, que hagan a una nación próspera, diversa, plural, federal, justa, igualitaria y soberana.”
La luz detrás del símbolo
María Elena Castillo habla con la calma de quien no necesita convencer. Lo suyo no es una defensa, sino una invitación: mirar detrás del símbolo y comprender que la masonería, en su esencia, propone algo simple y poderoso.
No busca iniciados, sino ciudadanos conscientes. No predica una fe, sino una ética.
Y desde esa claridad, su voz ilumina una tradición que —lejos de los secretos— todavía cree que la libertad, la igualdad y la fraternidad pueden ser las columnas de un futuro más humano.