21 de abril de 2025 - 17:05

De Bergoglio a Francisco. De Argentina al mundo. De aquí a la eternidad

Las supuestas contradicciones de este sacerdote que en tanto obispo Bergoglio fue amado por los antikirchneristas y odiado por los kirchneristas, y que en tanto Papa Francisco fue amado por los kirchneristas y odiado por los antikirchneristas, hablan más de nosotros, los argentinos, que de él. Lo que de verdad importa no son esas desavenencias de aldea, sino su legado universal, por el cual podemos decir que hoy se fue a la eternidad un buen hombre, un espíritu sensato y racional en este mundo comandado por locos de atar.

Ya fuera simple sacerdote, obispo, cardenal o Papa, Jorge Bergoglio siempre fue la misma persona y sus ideas esenciales jamás cambiaron. Lo que cambiaron fueron sus roles y eso hizo que tantas veces el mismo religioso pareciera tan distinto, según los variados papeles que debió protagonizar en cada momento histórico.

Toda vez que le preguntaban, negaba haber sido alguna vez peronista, lo cual es cierto en el sentido de no haber militado nunca dentro de ese movimiento político, pero culturalmente, desde su juventud, tuvo acercamientos “doctrinarios” con un sector justicialista, el llamado “trasvasamiento generacional”, que en los años 70 trató de mantener una identificación casi mística con Perón criticando por igual a la derecha y a la izquierda que querían hablar en su nombre. Su amistad sincera y profunda con peronistas como Julio Bárbaro, o con el padre de Juan Grabois (amistad que heredó el hijo), proviene de aquellos tiempos.

Pero más importante que esas ideas juveniles, es que Bergoglio siguió durante toda su vida sosteniendo tal ideario más allá de cualquier tonalidad partidaria. En particular, esa idea tan vituperada por Javier Milei, como es la de justicia social, Jorge Bergoglio la defendió a ultranza, haciendo una síntesis de las encíclicas papales con la doctrina justicialista.

En otras palabras, a pesar de sus simpatías ideológicas, fue durante toda su vida un sacerdote católico, no un militante peronista, aunque ya en su papado muchos argentinos lo juzgaran más por su rol político que por el religioso. Pero eso ya venía de antes. Fue el estigma que siempre cargó en sus hombros, el hombre que hoy marchó a la eternidad.

Por esas paradojas del destino, siendo obispo, Jorge Bergoglio se transformó en el enemigo público número uno del kirchnerismo en ese entonces gobernante, porque el populismo autoritario no podía permitir que alguien con autoridad moral le disputara -aún sin pretenderlo- la hegemonía política buscada. Y, siendo Papa, Cristina Fernández de Kirchner -luego de un desencuentro inicial- intentó utilizarlo políticamente a su servicio. Pero, en un caso y en otro, los que cambiaron fueron los Kirchner, no Bergoglio ni Francisco.

El Papa fue un muy buen político en lo que se refiere a política eclesiástica puesto que desde bastante antes de ser Papa ya era el cardenal con más influencia de todos en el Vaticano. Y ahora, después de su muerte, sus discípulos deben ser mayoría entre los líderes aspirantes a sucederlo. Pero en lo que se refiere a política fuera del interior de la Iglesia, posiblemente haya sido más un predicador, un evangelizador, un ferviente defensor de causas justas, un reformista espiritual, un indignado moral ante el estado atroz del mundo, que un estadista en el sentido político del término.

Las supuestas contradicciones de ese hombre que en tanto obispo Bergoglio fue amado por los antikirchneristas y odiado por los kirchneristas, y que en tanto Papa Francisco fue amado por los kirchneristas y odiado por los antikirchneristas, hablan más de nosotros, los argentinos, que de él.

Quizá, con mucho de grandeza pero con bastante de ingenuidad histórica, el Papa soñó con volver a su país natal para reconciliar a los argentinos. Pero para eso debió ponerse por encima de los bandos en pugna, y aunque muy probablemente lo intentó, jamás lo pudo lograr. Nadie, ni San Martín, lo lograría en esta Argentina dividida que durante lo que va del siglo XXI ha incrementado sus dosis de odios facciosos, en vez de disminuirlos, como pareció incipientemente ocurrir en las dos primeras décadas de democracia.

Por eso, en mi opinión, el retorno del Papa a su país natal era una misión imposible, aunque hubiera vivido varios años más. Al menos no para ponerse en el lugar en el que creyó -con razón- que su amado pero cruel país lo necesitaba.

Previo a asumir como Papa, Francisco sabía que la Iglesia católica tenía dos graves tipos de corrupción: una, la corrupción financiera en las cúpulas vaticanas; dos, la corrupción sexual que las cúpulas vaticanas (y en general las cúpulas católicas de todos los países el mundo) tuvieron como política definida (aunque jamás explicitada, más allá de los muros religiosos) el ocultamiento o encubrimiento del mal antes que su curación. El anterior Papa, Benedicto, también lo sabía, pero no supo o no pudo (aunque quiso) lidiar con ellas. Su renunciamiento, seguramente provocado por esa impotencia, es lo que favoreció el arribo de Francisco que sí encaró ambos problemas con prudencia, pero con firmeza. Y el balance positivo de sus logros parece ser significativo, aunque aún quede mucho por hacer para extirpar ambos males.

Sin embargo, su espíritu reformista no lo condujo por ello a ser un reformador de la Iglesia como lo fuera Juan XXIII que introdujo la Iglesia católica en la modernidad con un cambio radical en sus hábitos frente a la sociedad entera. Francisco reformó por dentro (más preciso, diríamos que sanó lo enfermo) pero no mostró una nueva Iglesia como su ilustre antecesor Juan. Tampoco fue un hombre implicado en política internacional como Juan Pablo II, cuyo rol en el fin del comunismo fue clave. Ni una cosa ni la otra fue Francisco.

Más bien intentó inspirarse en aquel de quien adoptó su nombre, San Francisco de Asís, un hombre bueno que llevó aires de tolerancia, de austeridad y de profundo amor por los pobres a una Iglesia internamente mareada de jerarquías que le obstaculizaban su acercamiento al mundo real, en particular al de esos humildes que Jesús encomendara a la Iglesia le diera un lugar preponderante en el reino de los cielos. Ese olvido vino a reparar el Papa Francisco predicando, además, por la paz entre los pueblos frente a la creciente belicosidad de los imperios autoritarios y exigiendo el debido respeto a los inmigrantes repudiados por el neofascismo. Su principal mérito fue dar testimonio de fe personal.

No renovó la doctrina católica (en ese sentido fue más bien un ortodoxo, un conservador) pero supo ser capaz de una dosis tan alta de tolerancia con aquello que la iglesia tradicional rechaza (como la diversidad sexual) que en ese sentido fue un hombre abierto a las tendencias modernas. Tal vez sus sucesores deban avanzar mucho más en ese camino que el Papa Francisco dejó abierto, frente a las tendencias reaccionarias que siempre acechan queriendo volver.

En síntesis, frente al mundo en general, el Papa fue un hombre de buena voluntad que cimentó con su ejemplo personal la forja de una humanidad mejor. Su legado será reconocido más por lo positivo que por lo que no pudo hacer.

Con respecto a la Argentina en particular, su papado fue polémico, porque primero unos y después otros, lo consideraron políticamente parcializado. Pero, siempre, al final, supo mantener su independencia de criterio. Toleró las interesadas alabanzas de Cristina pero de a poco le fue poniendo límites a sus intentos de utilización. Nunca se sintió muy a gusto con los presidentes Mauricio Macri y Alberto Fernández, porque Francisco fue muy tradicionalista en el tema del aborto que ambos mandatarios, de un modo u otro, impulsaron. Y con respecto a Javier Milei, tuvo la altura de tratarlo con suma cortesía luego de que el desmesurado libertario pidiera perdón por tratarlo de representante del maligno en la tierra, aunque no por eso pudo evitar que el mileismo ortodoxo lo siga creyendo, cuando menos, un representante del comunismo en la tierra. Hace pocas horas, el biógrafo oficial de nuestro presidente, Nicolás Márquez, dijo textualmente lo siguiente sobre la sucesión del Papa: "El cónclave que dejó Bergoglio no es de cardenales católicos sino de sus amigos amanerados y comunistas". Por eso, así como el Papa Francisco abrazó a Milei en la visita de éste al Vaticano, su última referencia al presidente argentino (sin nombrarlo) se trató de una larga plática con organizaciones sociales donde fue implacable con los enemigos de la justicia social, de lo cual el anarcolibertario se jacta de ser uno de los principales.

En síntesis, el Papa fue un hombre con poder, pero no un hombre del poder. Que se preocupó más por la faceta espiritual que por la material, aunque no por eso dejó de fortalecer sus ideas y sus discípulos dentro del seno de la Iglesia. Amado, o cuando menos respetado en el mundo entero, pero un poco menos en la Argentina (donde se lo amó demasiado interesadamente o se lo odió demasiado ideológicamente).

Ese sacerdote jesuita personalmente muy humilde, que no sólo viajaba en colectivo y hablaba con todos sin intermediarios, sino que al dejar de ser arzobispo pensaba retirarse a una sencilla habitación donde terminar sus días en meditación personal, encontró su destino universal justamente en ese preciso momento. Podría decirse que cuando todo termina para la mayoría de las personas, todo comenzó para él.

Con el tiempo la historia juzgará su misión y sus logros en comparación con el resto de sus pares papales, pero hoy se fue a la eternidad un buen hombre, un espíritu sensato y racional en este mundo comandado por locos de atar. Y eso no es, en absoluto, poco.

* El autor es sociólogo y periodista. [email protected]

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