En 1984, en una Argentina abrumada por actitudes divisivas y antidemocráticas, se popularizó el término “libanización” referenciando al riesgo de fragmentación interna que amenazaba la unidad nacional.
En 2019, cuando se inicia la crisis fiscal y financiera que aún hoy sacude al Líbano, se temía la “argentinización” del país.
En ambas situaciones se intentaba explicar la crisis usando paralelismos con países lejanos, exóticos y poco entendibles para los ciudadanos de los países en cuestión.
La realidad es más inherente a la destrucción de los valores fundamentales de estos países, que a pesar de tener características y sistemas políticos muy diferentes, presentan analogías sorprendentes en sus crisis.
EL Banco Central libanés se apropió sutilmente de los depósitos de bancos privados para cubrir desfasajes fiscales, quebrando al sistema bancario. Lo que siguió es conocido en la Argentina: default de deuda soberana, iliquidez del sistema financiero, seguido por el “corralito” y devaluación masiva para permitir que el Estado licúe deudas y el perjuicio recaiga en los depositantes y ciudadanos que pagan impuestos para solventar el descalabro creado por la clase política.
En cuestiones políticas, existen elementos de asombrosa semejanza entre el Líbano y Argentina: la persistente utilización del aparato estatal para beneficio de la clase política (clientelismo, corrupción, malversación de fondos de empresas estatales, obra pública asignada a amigos del poder que garantizan un retorno a los gobernantes de turno) y el fomento de ideologías que pretenden destruir el sistema republicano, democrático y libre implementando nociones de lucha permanente y destrucción de valores nacionales.
En el Líbano, país de una larga tradición de coexistencia, pluralismo, libertad y coparticipación política basada en consenso confesional, durante la guerra de 1975-1990, se transformó en una división material del país entre milicias partidarias y tras la paz impuesta desde afuera.
Así, se “repartió” la administración de los recursos del Estado entre los grupos que consintieron la tregua, asumiendo la representación sectaria con ministerios controlados por diferentes líderes de esas milicias, antiguos rivales devenidos en socios en el prorrateo de poder.
En Argentina, la exorbitante y creciente carga fiscal del Estado es manipulada con políticas populistas improductivas funcionales para cautivar votos, y la coparticipación federal se utiliza para recompensar a gobernadores sumisos y castigar a opositores. El objetivo es el mismo: utilización de Estado para beneficio de quienes lo manejan.
La “sectarianización” libanesa (la auto adjudicación de la representación de una comunidad religiosa para administrar sus beneficios), tiene su correlación con la “sectorialización” argentina (los gobernantes se consideran únicos legítimos representantes de una clase o sector social al que clientelizan con subsidios o beneficios) y, en ambos casos, el uso del populismo y la corrupción se contrapone al interés común de los ciudadanos que ven reducidos o desmantelados los servicios que el Estado debería garantizarles.
El rol del Estado se desvirtúa y un notable grupo de funcionarios públicos se vuelven inexplicablemente más ricos y poderosos.
Con la explosión de las crisis no fue casual que el “que se vayan todos” del 2002 en Argentina se replicara (en árabe) en el Líbano 2020:“kelonianikelon” (todos quiere decir todos).
Tampoco es fortuito que ambos países hayan sufrido “accidentes” evitables como fueron la “tragedia de Once” en el 2012 y la “explosión en el Puerto de Beirut” del año pasado. En ambas situaciones, salvando las diferencias dimensionales, la responsabilidad recae en la inoperancia, desidia e incumplimiento del deber público de los funcionarios que llega hasta la cúpula misma del poder estatal. La población sufrió la consecuencia de la putrefacción política y la conclusión visible fue similar: “la corrupción mata”.
La indolente respuesta del Estado también fue idéntica. Los gobernantes se apresuraron a deslindar responsabilidades, eludiendo, dilatando o paralizando la intervención de la justicia ante la flagrante negligencia criminal.
Existe en ambos países una conexión palpable en cuanto a sus problemas actuales: una clase política incapaz y corrupta, protectora de sus propios intereses por sobre los de la población. La utilización y manipulación de una supuesta “grieta” que en Argentina sería ideológica y en el Líbano es confesional, sirven para disimular y ocultar las falencias de la gestión pública.
Otra coincidencia son los actores “sub-estatales” cuya impronta ideológica maneja la agenda gubernamental, condicionando a la autoridad máxima de la República. En el Líbano, Hizbollah, impuso su candidato a presidente (Michel Aoun) e intimida con su poder militar. En Argentina, también un sector ideológico con historial violento y notoria costumbre de subvertir las instituciones republicanas, también decidió la candidatura presidencial (Alberto Fernández) y hoy es evidente quién maneja y decide en cada uno de estos países.
Mientras se caracterizaba las crisis utilizando términos como “libanización” o “argentinización”, la explicación es más sencilla y autóctona: ambos paísessufrieron una creciente desnaturalización de sus características fundacionales por ambición y perversidad de sus dirigentes políticos, quienes desestabilizan deliberadamente a la Nación para imponer sus objetivos particulares, generando el triste espectáculo que es la des-argentinización de Argentina y la des-libanización del Líbano