“Un solo brote de justicia, justifica arar un desierto”.
El Almirante Guillermo Brown, falleció un 3 de marzo de 1857, había nacido el 22 de junio de 1777 en Foxford, una pequeña localidad de Irlanda. El clima oceánico de su tierra natal, le inculcó un amor irrefrenable por el mar. Ese fervor, permaneció en él durante sus casi 80 años de vida.
Cuando Brown llegó al mundo, su tierra nativa, Irlanda, vivía unos tiempos de violenta persecución religiosa y de presión contra las familias católicas, por parte de los protestantes, que eran mayoría en su país. Esta intolerancia recíproca, obligó a sus padres a emigrar a EE.UU. Tenía 23 años.
Marino por vocación, durante más de 10 años, recorrió las costas de América y de Europa como tripulante. Años después, ya capitán de su propia nave, en uno de sus tantos viajes por el Atlántico, fue apresado por un buque de guerra francés y encerrado como prisionero de guerra. Al tiempo logró fugar. Años después, regresó a Inglaterra. Allí se casó y con su esposa llegaron al Río de la Plata, radicándose en Montevideo. Corría el año 1809.
Tenía 32 años. Se avecinaba la Revolución de Mayo. Al poco tiempo de su arribo, pudo adquirir una nave propia, dedicándose con ella al transporte de mercaderías. Aunque todavía sin intervenir, fue uno de los silenciosos testigos, que simplemente presenciaron inicialmente, los acontecimientos de mayo de 1810.
En 1811, al regreso de uno de sus viajes como transportista, resolvió afincarse en Buenos Aires. Tenía ya 34 años. Auténtico marino profesional, su tarea consistía, ya lo expresé, en el transporte de pasajeros y mercancías con preferencia entre los puertos de Buenos Aires y Montevideo.
Su trabajo le permitió adentrarse en los secretos de la navegación, en el río más ancho del mundo. Al mismo tiempo anudó amistad con las figuras más significativas de la época.
Poco a poco se iba identificando con el ideal de los hombres que luchaban por la independencia americana. Y comprendió que “así como hay hombres que matan por imponer ideas, hay otros que morirían por defenderlas”. Sentía en su espíritu que un solo brote de justicia justificaba arar un desierto.
Casi sin darse cuenta, se había constituido en el mensajero obligado, para el traslado de personas y mensajes secretos revolucionarios. Además, acompañaba muchas veces a los emisarios de la Primera Junta.
Recién finalizada la triunfante Revolución de Mayo, se hizo indispensable la formación de una fuerza naval para enfrentar al poder realista.
Juan Larrea, integrante de la Primera Junta, no vaciló en encargarle, la creación de la nueva escuadra. Y aquí comenzó, en realidad, para nosotros, la entrañable historia de este irlandés sobrio, sufrido y fervoroso.
Casi sin medios, construyó una flota con la misma dedicación que un artista modela la arcilla de su obra.
Le tocó enfrentar dos terribles conflictos bélicos. El primero, contra los españoles, para lograr la independencia nacional; y luego, contra la acción expansiva del imperio del Brasil. Lo realizaba con barquitos que parecían de juguete frente a la tremenda fortaleza de dos de las más poderosas escuadras de la época.
A pesar de esta circunstancia, no le importó volver a la vida activa para frenar, inclusive, la amenaza de las ambiciones franco-británicas, cuando ambos países, aliados, invadieron las aguas del Plata.
Entendió esa invasión como una arbitrariedad. Y no se equivocaba. Y Brown, como todo hombre digno, era mesurado ante la debilidad, pero muy fuerte ante la fuerza o la arbitrariedad. Pudo, como los hombres superiores, luchar tenazmente por lo aparentemente imposible. Y hacerlo posible.
El Almirante Guillermo Brown falleció cuando le faltaban algo más de tres meses para cumplir los ochenta años, un 3 de marzo de 1857.
Su necesidad espiritual de respaldar ideales de otros hombres, sentimientos que entendió justos, trajeron a mi mente este aforismo;
“Hay quien mata por imponer ideas. Pero hay quien muere por defenderlas”.