Pobres pobres

Durante la crisis española, el miedo a caer en la miseria aumentó la empatía. Con la supuesta recuperación, no queremos volver a pensar en quienes están allí.

Lo dicen los taxistas, que son buenos observadores de la vida urbana: “Los atascos ya empiezan a ser como los de antes de la crisis”.

Tienen razón, algo se mueve. En mi barrio abre cada semana un local nuevo, una tienda de ropa, un restaurante, todos ellos sitios para echarse la vida al cuerpo, para el ocio y disfrute. Los puentes vacían la ciudad, los destinos de vacaciones se atiborran, los aero­puertos vuelven a estar de bote en bote. A galopar, a galopar, lancémonos a la dulzura de gastar, cerremos el largo y penoso paréntesis de la crisis, olvidémonos de él, como si tan sólo hubiese sido un mal sueño, y retomemos nuestra vida anterior tal y como era. Incluso comienza a escucharse de nuevo en toda España el rugido de las hormigoneras, el repiqueteo de los martillos neumáticos, los agudos redobles de las mazas metálicas: ¡el ladrillo regresa! Vuelven a levantarse los edificios como si nada. Es decir, como si no hubiera aún tantas urbanizaciones a medio terminar, cadáveres ruinosos de la pasada burbuja.

Por supuesto, me alegro. No de los cadáveres ruinosos, sino de la aparente reactivación de la economía. De que las cifras de paro bajen.

De que haya tanta gente que sienta menos miedo. Pero, al mismo tiempo, me parece vivir en Disneylandia, en un mundo paralelo a lo real.

Según los datos que acaba de sacar el INE (Instituto Nacional de Estadística de España), el 23% de la población se encuentra en riesgo de pobreza y vive con menos de 8.209 euros al año. Es decir, casi uno de cada cuatro españoles arrastra una vida miserable. Y lo peor es que hay muchos niños: el 29% de los menores de 16 años residen en el sombrío mundo de la casi indigencia.

Y estas son las cifras blandas, por así decirlo; unas cuentas quizá algo maquilladas. Porque, si utilizamos el indicador Arope (At Risk Of Poverty or Social Exclusion), que se usa en la UE y que mide cosas como no poder pagar la calefacción, resulta que el porcentaje de españoles en riesgo de pobreza se eleva al 28%. Millones de personas en condiciones terribles, una bolsa de exclusión que me temo que se ha quedado enquistada en el sistema, como si fuera la grasa de los rodamientos que permiten que el resto del país compre y viaje y gaste.

Hemos salido de la crisis aupados sobre el lomo de los defenestrados, de aquellos a los que la sociedad ha escupido para siempre, como si el capitalismo fuera un dios sangriento que exigiera sacrificios rituales. Mantengo desde hace años contacto con familias desamparadas. Hay una mujer que estudió cuatro años de ingeniería y que antes de la crisis vivía dando clases de matemáticas. Después de un paro inmenso ha encontrado un empleo: cuida a una anciana seis horas al día por 400 euros. El salario no le permite mantenerse.

Todos los meses, unos cuantos amigos le damos dinero para que no le corten el gas o la luz, o para poder pagar el alquiler. Come de Cáritas. Aun trabajando, sigue instalada en la miseria.

Y todo esto, siendo espeluznante, no es lo peor. Lo más terrible es que el resto de la sociedad les hemos dado la espalda. La penuria del prójimo siempre molesta: llena de incomodidad nuestro bienestar. Durante la crisis, el miedo propio a caer en ella era tan grande que aumentó nuestra empatía. Compadecíamos a la gente empobrecida y la teníamos en cuenta. Pero ahora que nos hemos puesto a galopar alegremente por los verdes prados de la supuesta recuperación, no queremos volver a pensar en ellos.

Son grimosos. Preferimos atribuirles cierta responsabilidad en su situación y los contemplamos con suspicacia. Si son pobres, que lo sean al 100% todos los minutos de su vida. Que no se permitan una pequeña alegría. Si un pobre no tiene para pagar la luz, que no se atreva a comprarse un cucurucho de helado, aunque lleve años en esa situación y necesite un respiro. Como decía con brutal lucidez Maribel Mata Gómez en mi Facebook, “si eres pobre no te puedes sentar en una terraza a tomar un café”. Es decir, se te exige penar y sufrir en tiempo continuo, pagar la sucia culpa de tu miseria. A ver si esa cuarta parte de ciudadanos españoles que se han quedado definitivamente atrás aprenden a ser pobres profesionales de una vez, maldita sea.

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