Estamos votando en medio de una encrucijada histórica. El mundo se está transformando en algo distinto y peor. Mientras las luces de la innovación tecnológica iluminan un futuro científico sorprendente, el hombre se hunde en los abismos más sangrientos exteriorizando nuevamente las peores pasiones de sus instintos permanentes. Y casi como por fuera de todo ello (aunque forma parte indisoluble del mundo con sus excentricidades nacionalistas y populares, argentinismos al palo) nuestro país lleva a niveles casi imposibles su decadencia ya secular e indudablemente excéntrica. La decadencia de un imperio que quiso pero no pudo ser. Y, como en 1983 cuando iniciamos la construcción de la república democrática, o en 2002 cuando la cambiamos por el populismo corporativo, otra Argentina parece estar naciendo (o al menos muriendo la anterior) de los escombros de otro fracaso monumental, o más bien, de dos fracasos monumentales. Primero, 1983-2001, una Argentina que no se pudo bancar los esfuerzos de respetar las instituciones republicanas mientras construía el capitalismo económico (sea en vertiente socialdemócrata o en la liberal), como lo supo hacer todo el Occidente democrático. Y segundo, 2002-2023, una Argentina que ni siquiera se bancó volver a los orígenes ancestrales del caudillismo tribal haciéndolo con alguna eficiencia dentro de su lógica feudal.
Ni intentando la civilización, ni reconstruyendo la barbarie pudimos hacer un país vivible. Por eso hoy estamos por enésima vez en la nada. Implosionando de a poco, con un gobierno que es un no gobierno y con una sociedad en plena anomia. Un gobierno sin ninguna autoridad a que atenerse, y una sociedad sin ninguna norma que sostenga su sociabilidad. La anarquía por arriba, mientras que por abajo pululan la bronca por el modo en que nos hacen vivir (mejor dicho, no vivir), la indiferencia hacia toda cosa pública porque ella nada hace por nosotros y todo por ella, y la desesperación ante la falta de cualquier salida, excepto una salida desesperado, y está por verse si eso es una salida. Y como síntesis de todo, el miedo ante lo desconocido, el cual nos atrae tanto como nos aterra, porque ignoramos si en el horizonte nos aguarda la conjunción entre el cielo y la tierra, o el descenso a los infiernos. Definitivamente no lo sabemos.
En fin, nadie, ni siquiera la IA, puede adivinar el futuro pero todas las coordenadas se juntan para indicar que estamos viviendo un nuevo fin drástico de época, aunque son tantas las veces que se dijo esto durante los últimos veinte años, que ni siquiera de lo que afirmamos estamos seguros. Sólo que es casi imposible seguir viviendo así, al borde del abismo. O, en el caso de acostumbrarnos (como lo están haciendo en un extraño silencio millones de personas por debajo de la línea de la pobreza que han decidido sobrevivir por sí mismos ante un Estado que los ha abandonado) no olvidar que eso sólo sería adoptar este horrible presente como modo permanente de vida y renunciar a cualquier futuro ni siquiera en nombre de la vida, sino de la mera sobrevivencia.
Parece apocalíptico todo lo que decimos, pero sin embargo es meramente descriptivo. O cuando menos, tan apocalíptico como tantas de las propuestas que han recibido los ciudadanos por parte de los que se postulan en estas elecciones. Se habló más del cielo y del infierno que de propuestas terrenales concretas y sensatas, propuestas que difícilmente atraigan a una sociedad descreída hasta el infinito por las razones más justas posibles, aunque sean razones incompatibles con un mínimo sentido de racionalidad.
Nunca, ni en los peores momentos de la caída del isabelismo en 1976, ni en los del alfonsinismo en 1989, ni siquiera en los del dellarruismo de 2001, la situación fue culturalmente tan catastrófica. A pesar de lo horrible que fueron esos tiempos con los cuales, lamentablemente, debemos comparar el presente, siempre había en ellos gente que defendiera al gobierno que sucumbía. Algo que hoy no ocurre porque hasta el candidato oficial reniega del gobierno que, por si fuera poco, en los hechos conduce. Este gobierno no es mi gobierno dice, el mío comenzará el 10 de diciembre si gano afirma, como si hablar así fuera algo normal en el país más anormal del mundo. Sus autoridades establecidas han desaparecido. El presidente sin poder se fuga por el mundo intentando como máxima proeza acercarse para saludar a un Putin que se da hasta el lujo de tratarlo con la mayor indiferencia posible. Y la vicepresidenta con poder sólo está ocupada en construir su nuevo lugar en el mundo, ya que el anterior en el sur ha sido ocupado por las fuerzas enemigas. Lo único que le importa es ganar la provincia de Buenos Aires, aunque sea por un punto, para refugiarse en una especie de fuerte de El Álamo, frente a los avances judiciales contra ella y ante un peronismo que hoy por hoy cada uno de los caciques de sus infinitas tribus buscan salvarse solos.
Nada más descriptivo del actual estado de cosas: el oficialismo no tiene candidato, ni siquiera a su propio candidato, como reconocimiento de que algo definitivamente está muriendo. Lo admiten los mismos que están muriendo. Pero que aún así pretenden seguir gobernando, aunque más no sea como zombies, como muertos vivientes.
Frente a una epocal deserción dirigencial de una elite que tiene lo suficiente para salvarse con creces a sí misma, pero no tiene nada para salvar al resto de los argentinos, los opciones de cambio se ofrecen para empezar de nuevo atacando, cada una de ellas, lo que cree el mal central de la política actual y sus ramificaciones estructurales.
Unos proponen acabar con la casta, convencidos de que el problema principal del presente son la totalidad de los políticos en ejercicio y que el mejor modo de eliminarlos es reducir el Estado a su mínima expresión (hasta hacerlo desaparecer como utopía final) y sólo salvar a quienes dejen de ser casta (o lo sean menos) convirtiéndose al nuevo credo que hoy viene a reemplazar a todos los existentes. O sea, la expiación mediante el lavado con agua bendita.
Y los otros creen que el mal central de la política actual es la estructura mafiosa que la dirigencia corrupta ha dejado como herencia difuminada en todos los recovecos secretos del Estado y que de no eliminarse, aunque no quede ninguno de sus actuales ocupantes, apenas éstos se alejen esas estructuras serán ocupadas por la delincuencia mayor, especialmente la del narcotráfico, que aquí, como en el resto de América Latina, se está convirtiendo en el poder real de países sin poder político.
O sea, unos proponen luchar contra la casta, otros contra la mafia. Mientras que los candidatos oficiales piden que les dejen a ellos acabar con el mismo gobierno del cual surgieron y al cual siguen perteneciendo.
Es precisamente en este clima más literario que político, más de realismo mágico (irrealismo mágico podríamos mejor decir) que de algún tipo de racionalidad, que los argentinos votaremos hoy con la ilusión de volver a empezar, otra vez más. Esperando que esta sea la definitiva. Porque pese a todos los sentimientos negativos que nos asolan, y aunque parezca mentira, siempre, hasta en los peores momentos, queda algún pequeño espacio para la esperanza. Ojalá entonces que el voto popular permita crecer a esa esquiva esperanza.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar