1. Pitazo final. Messi cae de rodillas, mira el césped. Llora, pero esta vez, a diferencia de otras finales, llora de embriagada felicidad. Abraza a todos, argentinos, brasileños, pelados, peludos, jóvenes, viejos, poderosos y empleados. A todos les susurra algo. O se deja susurrar halagos que de tan acostumbrado, ya le sonarán a nada.
Lo vemos cantar como uno de 18, a sus 34; pero también lo vemos parar el cantito de tablón cuando alguno de sus compañeros quiso cargar a los brasileños. “Brasilero, brasilero”, empezó De Paul. “Eso no, eso no”, cortó en seco Leonel. Como uno de 34, que ya es eterno.
Y lo vemos, finalmente, a Messi besando la copa como quien besa a su primer amor... 18 años después de que le dijera que no.
Insistir es la más aburrida de las virtudes. Talento tienen pocos; talento y paciencia menos aún. Dice la canción que “tarda en llegar, pero que al final hay recompensa”. En eso quizá pensaba el de la 10 en la espalda, durante aquella noche de Río. Aquella noche que no pudo dejar de sonreír.
2. Messi abraza a todos, pero abraza fuerte, muy fuerte, a Neymar. Enseña tanto; se burla tanto del “termismo” del fútbol que dicta que al rival se le pasa por encima, no se le cambia la camiseta en público, se le pone siempre cara de perro, y si se puede, hasta se lo intoxica con un bidón. El fútbol es un deporte, es la dinámica de lo impensado, es la más importante de las cosas menos importantes, pero por sobre todo es un juego. Y el rival es eso, el anverso de nosotros mismos; una parte esencial para que exista el duelo, tomando aquella idea borgeana. En ese mismo sentido, perder es solo una posibilidad, no es el fin del mundo. Perder es una oportunidad para aprender. Y luego insistir, pero mejores, porque ya sabemos más.
Borges, que no simpatizaba con el fútbol, dijo alguna vez: “Yo soy de San Lorenzo, ¿sabe? Me han dicho que siempre pierde”.
3. Di María entra en estado de gracia, y toma la decisión más lúcida de su vida. Le pega con su empeine suavemente, para que la pelota dibuje una parábola estéticamente preciosa. El gol se grita en todo el país por oleadas, los que lo ven por tele por aire lo hacen apurados; los de cable, un poco más tarde; y los que lo vieron por internet, a puro spoiler se suman al festejo cuando ya no hay dudas del 1 a 0.
Al final del partido, con un moretón del tamaño de una manzana en el tobillo, el Fideo dice ante el micrófono que nunca dudó en “seguir insistiendo con la selección, aunque muchos nos querían afuera. Me seguí dando cabezazos en la pared. Hasta que la pared se rompió”.
El otro talento de Rosario fue por fin protagonista de una película que se hizo larga. Pero al final hubo recompensa. La de convertirse en héroe.
4. Sí, como una peli. Ocho segundos antes del tiempo adicionado, silbatazo, un nuevo oleaje de gritos, y la alegría del que está solo y llora, del nieto que besa a la abuela, la familia tirándose a la pileta en invierno para saldar cuentas con una estúpida y maravillosa promesa. Y luego, salir a tocar bocina en un festejo impertinente en tiempo de pandemia, pero de alguna manera inevitable. Pura pulsión.
Por eso esta película es mejor que las películas. Ya que tiene el poder de lo genuino. Tan real como el abrazo que le das a tu hija o tu hijo. Tan real como todo lo que sentís hoy cuando te acordás de los brazos de tu viejo en el 86, tras la corrida de Burruchaga. Esto es más que un film. Es más que fútbol. Somos nosotros. Somos nosotros pensando que por fin se dio. Que vale la pena intentar. Que el talento está bien; pero hace falta algo más para, finalmente, tirar las paredes.