El Papa y la guerra eterna en el Congo

Al Papa Francisco se le pueden cuestionar pronunciamientos y también silencios sobre lo que ocurre en el orbe, pero denunciar las guerras que desangran el Congo no es politiquería pontificia, sino algo justo y necesario.

El Papa Francisco en la República Democrática del Congo.
El Papa Francisco en la República Democrática del Congo.

Es un conflicto sórdido, que envejece ante la indiferencia del mundo. En el Este del Congo, la guerra se eterniza porque hay potencias y países con altos niveles de desarrollo que se benefician del caos que hace correr ríos de sangre. Sanguinarias milicias luchan por el control de áreas ricas en oro, diamantes, cobalto, uranio y coltán porque la explotación ilegal hace llegar esos minerales a sociedades opulentas que prefieren ignorar los crímenes que financian.

Es por eso que denunciar el “colonialismo económico que esclaviza” y clamar “quiten las manos del Congo y del África”, como hizo el Papa Francisco en Kinshasa, aunque suene a demagogia fácil, resulta crucial por tratarse de una voz internacionalmente escuchada recordándole al mundo que existe un infierno bélico olvidado por la humanidad. Una guerra que acumula atrocidades sin que la comunidad internacional haga otra cosa que enviar insuficientes batallones de cascos azules.

Al jesuita que preside la iglesia se le pueden cuestionar pronunciamientos y también silencios sobre lo que ocurre en el orbe, pero denunciar las guerras que desangran el Congo no es politiquería pontificia, sino algo justo y necesario. Lo cuestionable es el silencio y la inacción de los demás líderes mundiales sobre la tragedia que todos se acostumbraron a ignorar.

Es imposible determinar cuándo comenzó esa guerra que se eterniza por la maldición que implican las riquezas naturales y la codicia de propios y ajenos. También es imposible saber cuándo comenzó la tragedia de los congoleses. Lo que está claro es la necesidad de que una voz como la de un Papa, escuchada en todo el mundo, denuncie desde Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo (RDA), las atrocidades ocurridas en la cadena de conflictos iniciados a mediados del siglo pasado.

Fue necesario que Vargas Llosa publicara “El Sueño del Celta” para extender por el mundo el conocimiento sobre la brutal explotación que impuso a los congoleños el rey Leopoldo de Bélgica. La novela cuenta la historia de Roger Casement, el valioso y desventurado diplomático británico que en los primeros años del siglo 20 denunció la salvaje explotación del caucho y otras riquezas de lo que, por entonces, era propiedad privada del monarca europeo. Por esas denuncias, el Estado de Bélgica quitó a su rey la posesión del extenso territorio, que pasó a llamarse Congo Belga.

Ni esa etapa ni la posterior independencia trajeron paz. La brutalidad se ensañó con Patrice Lumumba y su movimiento anticolonialista. También el conflicto secesionista en Katanga fue un muestrario de bestialidades.

A pesar de sus crímenes y corrupción, la dictadura de Mobutu Sese Seko tuvo apoyo de potencias occidentales porque combatía a las guerrillas comunistas. Las masacres fueron la regla en las décadas en que el país se llamó Zaire. Pero poco cambió con la llegada al poder de Laurent Kabila, a quien Ernesto “Ché” Guevara, en su fallida experiencia en el Congo, describió como un frívolo forajido que, además de liderar la guerrilla izquierdista, cazaba elefantes para traficar marfil.

Su hijo, Joseph Kabila, tampoco detuvo el conflicto. A esa altura, la RDC ya tenía el Oriente gangrenado de milicias dedicadas al tráfico de minerales con alto valor estratégico, como el coltán.

Las riquezas naturales del Congo son su condena. No sólo potencias extra-continentales financian, con sus compras a milicias feudales, la guerra eterna en la región. También países vecinos como Ruanda y señores de la guerra ugandeses y congoleños hacen negocios con la tragedia que convirtió a la provincia de Kivu del Norte, en un infierno donde la gente muere por hambre, por balas o por enfermedades erradicadas en el resto del mundo como la malaria, el cólera y la poliomielitis.

El desembarco de China en el Congo no trajo alivio. También el gigante asiático se beneficia con el conflicto que nunca termina, precisamente, por los beneficios que genera el caos bélico.

No importa que las milicias sean hutus o tutsis ruandeses, o que provengan de Uganda o que hablen lingala, suajili o cualquier otra de las lenguas bantúes del Congo. Esos factores no son determinantes. La codicia hace correr ríos de sangre desde mediados del siglo 20.

El Papa quiso visitar Goma, lo hicieron desistir porque la capital de Kivu del Norte es realmente, como se la llama, “la ciudad más peligrosa del mundo”. Kinshasa, la capital del país, está en el Oeste, donde no hay guerra, pero es un punto propicio para avisarle al orbe que en la región de los lagos y los bosques de gorilas que se extinguen desprotegidos ante los cazadores, envejece una guerra sin códigos a la que el mundo se acostumbró a ignorar.

* El autor es politólogo y periodista.

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