Antonio Gramsci, los intelectuales y la cultura: el kirchnerismo sí la vio

La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, inspirándose en el pensamiento del filósofo italiano Antonio Gramsci y financiada con el dinero del Tesoro Nacional, puso en marcha la macabra maquinaria del pensamiento único.

Antonio Gramsci
Antonio Gramsci

Hoy en día está en boga la cuestión, habida cuenta del Presidente Milei, de si la sociedad (o los periodistas, o los políticos…) “la ve o no la ve”. El término, en este caso, puede resultar simpático. No obstante, en esta nota, no quiero hablar de ello, sino sobre cómo el kirchnerismo (que sí “la vio”), por medio de las ideas del filósofo y teórico marxista italiano, Antonio Gramsci, supo dominar e inducir a intelectuales y artistas a fin de propagar, cual epidemia, la épica de su relato. ¡Y vaya si lo consiguió! El querido Gramsci, de estar vivo, miraría con complacencia hacia la Argentina y el kirchnerismo, satisfecho de que su concepción de la sociedad haya penetrado tan hondo en la vida de las personas y, aún más, de las instituciones.

El principal fundador del Partido Comunista Italiano introdujo el concepto de “hegemonía cultural” para explicar cómo las clases dominantes mantienen su poder no sólo a través de la coerción, sino también mediante la manipulación de las ideas y valores en la sociedad. Según Gramsci, la cultura desempeña un papel crucial en la construcción de una hegemonía duradera, pues moldea las creencias y normas aceptadas por la sociedad. Estas ideas cuajaron hondo en la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, que, financiada con el dinero del Tesoro Nacional, puso en marcha la macabra maquinaria del pensamiento único (¿se acuerdan del filósofo Ricardo Foster, el ejecutor de tan miserable plan?) en todos los niveles posibles: escuelas, universidades, medios de comunicación, espacios artísticos, entre otros estamentos de la población. Así las cosas, Cristina reclutó a laureados intelectuales “tradicionales”, devenidos en “orgánicos” (sendos términos acuñados por Gramsci), y a diversos artistas de la música y el cine para que difundiesen su evangelio. Por supuesto –el lector advertirá-, éstos no lo hicieron meramente por amor a la ideología o a la causa nacional: recibieron, como contrapartida de sus servicios, jugosos sueldos del Estado. Por nombrar sólo a los más conocidos, José Pablo Feinmann, Darío Sztajnszrajber y Felipe Pigna hicieron diligentemente su trabajo en Canal Encuentro; Horacio González logró quedarse con la dirección de la Biblioteca Nacional; Ricardo Foster, ya mencionado, fue titular de la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional. Otros intelectuales, que no se sometieron a la endogámica narrativa “K”, como el prestigioso filósofo, historiador y sociólogo Juan José Sebreli o el brillante filósofo y ensayista Santiago Kovadloff, fueron anatematizados y condenados al ostracismo de la hegemonía académica. Las diatribas, no obstante, no iban sólo dirigidas a intelectuales inorgánicos y críticos del ámbito nacional, sino, también, a pensadores y escritores extranjeros: el filósofo español Fernando Savater y el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa fueron considerados, por el kirchnerismo y sus lacayos, como personas no gratas en nuestro país por sus críticas al régimen.

En cuanto al cine y la música, el kirchnerismo desplegó todo su potencial propagandístico. Se percató que los intelectuales y los periodistas a sueldo hacen muy bien su trabajo para cierta parte de la sociedad ilustrada, pero no tienen la misma llegada e injerencia en los estratos más vulnerables de la población. ¿Y qué más popular que la música y el cine? Sería injusto vituperar a Lali Espósito, que quedó, en el imaginario popular, como la cara visible de toda la maraña dadivosa del Estado para con los artistas. La Renga, Divididos, Fito Páez, Los Gardelitos, La Mancha de Rolando- entre muchísimas otras bandas- y el recientemente surgido trap argentino, engrosaron sus cuentas bancarias a cambio de ejercer como heraldos de la narración patriótica y popular y de callar, descaradamente, ante los hechos de corrupción más atroces que ha conocido nuestro país. El INCAA, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, recibió, como nunca antes desde su fundación, un presupuesto millonario que harían suspirar de envidia a organismos homólogos de otros países. Según el crítico de cine Leonardo Espósito, que realizó un trabajo al respecto, el 70% de los fondos se repartían entre los burócratas del entretenimiento (actores y cineastas militantes) y el 30% restante los destinaban a la producción y distribución de películas. Este cine endogámico y politizado, en el cual siempre actuaban o dirigían los mismos, fue perdiendo, poco a poco, su prestigio y, con ello, a numerosos espectadores que, ávidos de una buena historia, se iban de las salas de los cines con la sensación de que habían perdido tiempo y dinero en una soporífera crónica ideológica. En este sentido, el CONICET corrió la misma suerte: una institución tan reputada y con verdaderas mentes brillantes quedó totalmente desacreditada a causa de la politización que introdujo el kirchnerismo en la misma.

Sin embargo, Cristina Fernández no logró, a pesar de sus desesperantes intentos, de hacerse con uno de los objetivos primordiales de Gramsci: el control total de la prensa (faena que, a decir de paso, sí realizó con eficacia el General Perón en el siglo pasado). A pesar de poseer y manejar medios audiovisuales, gráficos y radiales, públicos y privados, no consiguió, como decía anteriormente, su cometido, y ciertos medios (véase Clarín, La Nación, Infobae…) se convirtieron en un incordio que, a través de diversas investigaciones sustanciales en lo que a la corrupción respecta, fueron minando y socavando el relato y haciendo tambalear aquella Verdad ideológica (y metafísica) que con tantos esfuerzos el kirchnerismo construyó durante años.

“La única verdad es la realidad”, decía Perón. Cristina –me permito parafrasearla- diría: “La única verdad es que la yo impongo: si hay un desfase entre la verdad y la realidad, es que la realidad debe estar equivocada…”.

* El autor es licenciado en Recursos Humanos y Docente.

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