El 15 de enero, San Martín volvió a descargar su furia contra quienes protegían a los desertores del ejército. Así se lo expresó al gobernador Luzuriaga, a quien solicitó que publicara un nuevo bando que fue expuesto al día siguiente en cinco esquinas de la ciudad.
Mientras el general del Ejército ajustaba los últimos detalles para que el grueso de las columnas del ejército iniciaran la marcha desde el campamento de instrucción, escribió a Luzuriaga en los siguientes términos: "La deserción ya no puede ser más escandalosa. Incluya a V.S. nueva relación de desertores. A la finalidad de sus arbitrios confío su aprensión y el dictar un remedio eficaz y cauterizante". Dicha misiva condujo al gobierno a reiterar las penas prescriptas contra todo aquel que brindara protección a los desertores que prometía "absoluta confiscación de bienes y cuatro años de presidio a todo el que por una sola noche diera abrigo en su casa a hombres desconocidos aunque ignore ser soldado. A todo el que directa o indirectamente proteja, o induzca a proteger o persuadir la deserción".
Para cumplir con la medida, y como era habitual, el bando oficiaba a los decuriones, comisionados y a todo individuo con autoridad, a que patrullaran calles y llevaran a cabo requisas en las casas de la ciudad y los suburbios con el fin de dar con los prófugos, y conducirlos al cuartel general.
A semejanza de situaciones anteriores, las requisas debían recaer también sobre las mujeres que aceptaran en sus casas, y cooperaran con los “criminales” que habían olvidado o quebrado el sagrado compromiso con la Patria. En caso de tener evidencia de haberlos protegido, la vara de la justicia habría caer sobre sus bienes en tanto se hallaban en igual obligación de denunciar a los fugitivos, y no prestar ayuda alguna a los desertores.
La vigilancia y el eventual castigo que podían recaer sobre las mujeres no era para nada fortuita en tanto la militarización había desmantelado la vida cotidiana de las familias de quienes habían sido exigidos a enrolarse en las filas del ejército. Y si bien San Martín y los cabildos cuyanos habían ideado un sistema de reclutamiento proporcional de la población masculina activa con el fin de no afectar el desempeño de las economías domésticas, las obligaciones militares de los padres de familia, como de criadores de ganado y labradores eventuales, habían impuesto nuevas rutinas que los extraían de las habituales, y habían erigido a las mujeres a la cabeza de sus hogares.
Tal alteración en la organización y economía familiar aumentó la capacidad de agencia de las mujeres ante el gobierno, los jefes militares y los administradores de justicia.
Los reclamos o súplicas interpuestas incluían un amplio espectro de demandas que incluían el pedido de excepciones para que sus hijos no cumplieran con el servicio militar, la solicitud de pensiones ante la muerte de sus parientes en el campo de batalla, la excepción a cumplir con contribuciones en ganado o cosechas, y en el caso de la mulata liberta, Juana Corvalán, el pedido de arbitraje de la autoridad ante sus amos para comprar la libertad de sus propios hijos que no se habían favorecido de la legislación consagrada por la Asamblea Soberana del pasado año XIII.
Todo parece indicar, entonces, que la Revolución había trastocado los cimientos de las jerarquías sociales del antiguo régimen y habían afectado especialmente el papel de las mujeres en el funcionamiento de la sociedad y la política revolucionaria. Así, el fugaz registro de intervención plebeya de la mulata liberta Juana, guarda interesantes puntos de contacto con protagonismos femeninos mucho más documentados como el de la famosa Mariquita Sánchez, o el de la heroína altoperuana, Juana Azurduy.
Silueta biográfica
Juana Corvalán
Libertad: había sido esclava de Doña Juana Josefa Corvalán quien la había recibido como dote al momento de contraer matrimonio con D. Marcelino Videla: compró su libertad, y la de su hijo Roberto que tenía más de un año cuando se sancionó la ley de libertad de vientres.
Reclamo: en 1814, se presentó ante la justicia para reclamar a su antigua ama, el dinero que le había pagado por la libertad de su hijo en virtud de los derechos que la asistían.
Su defensor, Manuel Antonio Pizarro, apeló al reglamento que preveía que cuando se vendiese una esclava que tuviera un hijo liberto ésta debería pasar con él a poder del nuevo amo si el liberto no hubiere cumplido aún los dos años, pero pasado ese tiempo sería voluntad del vendedor quedarse con él o traspasarlo al comprador junto con la esclava.
La norma, entonces, habilitaba a interceptar la legitimidad del reclamo en tanto Juana había demostrado reunir requisitos suficientes que demostraban capacidad de trabajo y subsistencia, Su condición de propietaria, mayor predisposición a educar al niño y aptitud como contribuyente al ahorro de las instituciones públicas.