Hace unos días, recorriendo la magnífica “Sala religiosa” del Museo del Pasado Cuyano (Montevideo 544 de la ciudad de Mendoza), entre las espléndidas reliquias de arte sacro que allí se exhiben (entre otras un bellísimo retablo español del siglo XVII y muestras de imaginería cuyana), por indicación del presidente de la Junta de Estudios Históricos, Dr. Raúl Romero Day, tuve oportunidad de reparar en una pieza que hasta entonces no había llamado mi atención entre tantas maravillas que allí se muestran.
Se trata de una imagen de Jesucristo, similar a la tradicional representación del Sagrado Corazón, pero sin ese detalle distintivo; pero lo que la hace notable, al margen de su valor artístico -que no estoy en condiciones de juzgar- es el hecho de haber sido pintado por Manuel J. Olascoaga, ese personaje de la historia y la cultura mendocinas, cuya vida fue, al decir de Arturo Roig, una novela más portentosa que todas las que escribió (y debo decir que estas son interesantísimas) y cuya muerte en 1911 significa el tardío cierre del Romanticismo en Mendoza.
Manuel Olascoaga había nacido en Mendoza en 1835 y se destacó por su personalidad multifacética. Conocía ya su labor como geógrafo, topógrafo, militar, escritor, político y científico, pero desconocía hasta ese momento su otra faceta artística: la plástica en la que dominaba las técnicas de pluma, lápiz, témpera y óleo. Hebe Molina destaca “su poder de observación, su criollismo y un agudo sentido de la crítica” (Molina, 2000: 148), que se exterioriza a través de diversos instrumentos expresivos. Anota asimismo que con el cuadro “Chos Malal; vista panorámica” obtuvo la gran medalla de oro en la Exposición de Chicago (1893). Sus obras representan temas históricos, paisajes, retratos, tipos autóctonos y asuntos religiosos.
Inició su carrera militar en 1852; en 1856, tras el fracaso de una revolución en la que participó, se alejó temporariamente de Mendoza. De regreso en la provincia, organizó el auxilio a las víctimas del terremoto de 1861. Poco después, el presidente Derqui le encargó la formación de un nuevo cuerpo, con el que participó en la batalla de Pavón (cf. Molina, 2000). Tras un tiempo de exilio en Chile, tuvo una participación destacada en la Conquista del Desierto, fue el fundador de Chos Malal y primer gobernador del Territorio Nacional del Neuquén (1885-1891). Como recuerda Molina, “Sus conocimientos geopolíticos le permiten elevar al gobierno de turno importantes propuestas, rara vez tenidas en cuenta, para la integración territorial del país y el desarrollo económico: explotación minera en su provincia natal, un ferrocarril entre Mendoza y Ñorquín (Neuquén), un canal navegable desde las lagunas de Huanacache hasta el río Colorado siguiendo el curso del Desaguadero”, entre otras (cf. Molina 2000: 148).
Su nombre figura además en los anales del montañismo argentino, como pionero del andinismo deportivo, porque fue el primero en hacer cumbre en algunos cerros, como el Domuyo, que se considera la cumbre más alta de la Patagonia (4709 m. s.n.m.). El presidente Julio Argentino Roca lo nombró jefe de la Comisión Científica de Exploración, Relevamiento y Estudios Militares en la región de los Andes del Sud, y realizó un estudio topográfico que dio como resultado uno de los primeros mapas de la región. Realizó importantes relevamientos geográficos en el norte de la Patagonia y a fines de 1880 publico un Estudio fotográfico de La Pampa y Río Negro, por el que recibió una medalla de oro del gobierno. Además escribió una crónica completa de la Campaña del Desierto. Murió el 27 de junio de 1911.
Fue autor de veinticuatro libros científicos y de interés general, algunos de los cuales ilustró con dibujos y bocetos a pluma y lápiz, que representaban retratos, paisajes y escenas militares. Su obra propiamente literaria comprende, entre otros, los siguientes títulos: Misterios argentinos (1866); Juan Cuello, obra gauchesca en prosa (1873); El Brujo de las Cordilleras; Crónica de las depredaciones de indios y aliados en las poblaciones australes de Buenos Aires y demás provincias (1895), publicada con el seudónimo “Mapuche”; El Sargento Claro o la Guerra con Chile (1894); El Club de las Damas (1903); Facundo (1903), drama en verso; El Huinca Blanco, drama musical, especie de ópera (1899), etc.
Sintetizando los valores de su obra, Marta de Rodríguez Brito (cit. por Molina, 2000: 171) destaca en Olascoaga tanto la versación histórica como la capacidad para convertirla en objeto estético, y –agrega Molina- “transfiere a la escritura no solo su ideología política sino –sobre todo- su voluntad de ayudar a construir una Argentina grande” (2000: 172).De las obras de Olascoaga que he leído, elijo hoy El Brujo de las Cordilleras, que aparece caracterizada en alguna bibliografía como “novela histórica” pero que en realidad es una muestra de hibridez genérica que la hace muy “moderna”.
Prevalece en él la actitud del cronista en el tratamiento de un tema que, cíclicamente, nos ocupa: el problema de la frontera y de las incursiones de los denominados “indios chilenos” por territorio argentino (para una mejor comprensión del tema, cf. los distintos trabajos de Carla Manara, 2008; 2018). En tal sentido, cabe destacar el gran conocimiento de la zona que exhibe quien ha sido definido por Juan Draghi Lucero como “un araucanista de nota” (1935: 6 y 10) porque maneja no solo la topografía de las tierras araucanas argentinas y chilenas, sino también la lengua indígena. A ello podríamos agregar su conocimiento de los tipos y personajes característicos de la zona, como ese “Domingo Salvo”, el brujo, un ex pincheirino que realizaba sus correrías a ambos lados de la cordillera y de quien Olascoaga dice que “que era teniente coronel para las esferas sociales altas, el brujo para los rotos y el machi Salvo para los indígenas” (41).
Salvo gozaba de gran reputación por sus dotes de brujo entre las tribus de ambos lados de la cordillera: “Con sus casi dos metros, su cuerpo fornido, aire elegante, muy diestro y con gran habilidad para las intrigas, conocía todos los vericuetos de la cordillera, aspectos que jugaban a su favor. Generaba temor y respeto por su fama de brujo con dotes sobrenaturales […] Era consultado como curandero, llegándose de las rancherías y tolderías vecinas a solicitarle remedios y a pedirle consejos o fórmulas para mejorar sus campos” (Manara, 2018).
Conocedor del pensamiento mágico religioso y supersticiones de la cultura india y mestiza de la frontera, se arrogaba poderes sobrenaturales propios de los machis. Su figura resultaba enigmática y es aquí donde irrumpe en el texto de Olascoaga la ficción con todas sus galas, o más bien, su capacidad de novelista creador de atmósferas inquietantes y misteriosas, por ejemplo en el episodio en que el brujo hace gala de sus poderes para transformarse en pájaro (aprovechando todo el mundo e creencias de la zona) y en el texto queda flotando una ambigüedad de corte fantástico. Quizás sea este el pasaje más memorable del libro, el que se recuerda a pesar de los años transcurridos desde su lectura.