El accidente de la tortuga

“De milagro no lo maté a mi hermano”. Esa fue la primera frase que le escuché a través del teléfono fijo.

Mascota para niños
Mascota para niños

Confieso que con mi hermano vivimos un período de desesperación: sentíamos la necesidad impostergable de tener un compañero de juegos. Fue después de una triste despedida de nuestra adorada perra Camila, una boxer de pelo marrón con chispas de chocolate que nos dejó cuando yo tenía ocho años. Después de pasó eso mamá se negaba a tener perros o gatos.

Fue en esas circunstancias que intentamos jugar con una tortuga. Sufrió nuestros intentos de que escalara rampas, rodara por toboganes y otras “aventuras” que diseñábamos para ella.

Tuvimos tanta falta de química con el bichito —ni nombre le pusimos— que un día, harta ya de nosotros, nos mordió. Y con muy buen tino, apenas vio su oportunidad, escapó hacia territorios desconocidos del jardín la casa de la Tribu, esa que habitábamos con mis abuelos.

Aquella tortuga fue uno de los animalitos que nuestra madre aceptó en esa etapa; una prueba que ella autorizó con la indicación expresa de que sería la definitiva. No habría más mascotas de ningún tipo si la tortuga no sobrevivía. Es que antes habíamos probado con un conejo, un pollito, un hámster, experiencias, todas ellas, que no terminaron, la verdad, de la mejor manera.

Pero no es esa tortuga la que nos convoca en esta historia. Es otra: una que, más de 15 años después, fue protagonista de un hecho que fue una bisagra en mi vida.

De milagro no lo maté a mi hermano”. Esa fue la primera frase que le escuché a través del teléfono fijo, cuando me llamó para contarme que había tenido un accidente de tránsito. Manejaba él. Sólo habían transcurrido 48 horas desde que nos separamos en Viña del Mar, a las cinco de la mañana del día en que decidimos ser una pareja.

El auto quedó destruido, las ruedas acabaron mirando al cielo, su techo blanco aplastado del lado del acompañante. El conductor, en shock, colgado del cinturón de seguridad. Era un flamante Fiat Duna, con pocos meses de uso. que les había regalado su padre poco tiempo atrás. Una semana antes lo habíamos usado para ir a bailar a las dunas de Reñaca, en la Quinta Región de Chile, en un barcito —Jamaica, se llamaba— en el que pedíamos el “primavera sin alcohol” a repetición.

Ese autito —que había sido nuestro refugio contra el frío del aire marino de la madrugada— representaba, siete días después, el horror: el símbolo de lo que podría haber sido una tragedia mayúscula.

Recibí esa noticia difícil de digerir una tarde de mediados de enero, de esas en las que el aire está tan caliente y denso en Mendoza que parece comestible.

Tuve la inmensa suerte de poder escuchar la voz de ese chico de quien estaba mucho más enamorada de lo que podía intuir. Estaba vivo, como también lo estaba su hermano, que dormía a su lado en el momento del impacto, porque no le tocaba a él manejar en ese tramo del camino hacia el Atlántico. En la luneta trasera del Duna viajaba la mascota familiar que habitaba una caja de zapatos: una tortuga.

Los dos hermanos habían llegado de las playas de Reñaca y Viña del Mar el día anterior, y después, lo que restaba de enero y todo febrero estarían en la Provincia de Buenos Aires con su madre.

El resto de la familia materna se trasladaba en otro auto que guiaba el recorrido más adelante: los dos hermanos menores, la mamá y su marido. A la altura de Villa Mercedes una maniobra intempestiva de ese auto delantero, un camión que dificultó la visión, una banquina pedregosa, y tal vez, el cansancio del conductor, produjeron un derrape involuntario que terminó en un choque de costado contra una fila de mojones, y el incontrolable vuelco hacia un barranco.

Pocas veces he sentido tanto miedo y tanto alivio amalgamados como cuando escuché esa voz que ya extrañaba horrores: una piña y un abrazo combinados.

“Quedé colgado del cinturón, me tuvieron que sacar porque no reaccionaba”, me dijo. “El auto está completamente inservible, pero mi hermano, sin ninguna herida grave”, oí, casi sin poder respirar.

Llevábamos seis semanas de un enamoramiento de intensidad voraz; que no dejaba espacio para nada más, que me invadía con sensaciones irrefrenables.

Atravesamos ahí la separación más larga que hemos vivido en más de treinta años juntos. Fue en una era “pre-WhatsApp”, comunicaciones complicadas entre teléfonos fijos, cabinas públicas, desencuentros. Hubo una larga carta, sólo una, por los tiempos de demora del correo en aquellos años. Dificultades que en esta época de hiperconexión resultan inexplicables, una etapa con aplicaciones que anticipan que estamos por recibir un mensaje mientras se está escribiendo.

Esa lentitud en nuestras interacciones, de llamadas que llegaban a destiempo, o a lugares donde alguno de los dos no estaba, fueron un ejercicio de paciencia que yo viví como de un esfuerzo bestial.

Reprimí el impulso de parar todo, como cuando dejaban de funcionar los frenos de la bicicleta y teníamos que usar la punta de las zapatillas con los dos pies arrastrando por la vereda.

Tuve que pensar y ejercitar mucho para no salir corriendo a tomar un micro al Atlántico. Tuve unas ganas incontenibles de verle la cara; de enredar mis dedos en sus rulos, de sentir ese olor a él que siempre tiene su ropa y que ya no distingo del mío.

Cuando llegó, cuando finalmente nos vimos después de cuarenta y tres días eternos, apareció en la puerta de mi casa sin aviso, y casi no lo reconocí. Venía con la melena alborotada y una barba incipiente que le cubría el mentón, el labio superior y casi por completo sus dos mejillas. Una barba que no dejó de usar nunca más y que hoy muestra un gris plata en lugar del azabache original.

La verdadera gran damnificada en aquel accidente fue la tortuga. O tal vez no. Nunca más se la vio y nadie supo más de ella.

Es probable que haya aprovechado para huir, cambiar su identidad y empezar una nueva vida. Sólo quedó su caja de zapatos destapada, cerca de una cortadera en Villa Mercedes, San Luis, a cinco metros del auto dado vuelta.

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