Por más extraño y aberrante que parezca, las imágenes provenientes de El Salvador, dignas de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, han sido para muchos dirigentes y comunicadores de América latina motivo de celebración. Dos mil reos pertenecientes a las maras salvadoreñas, muchos de ellos de la más famosa, la Salvatrucha, fueron arreados como ganado, semidesnudos, humillados y vejados para las cámaras televisivas durante su traslado a la supercárcel erigida en esa nación centroamericana para albergar a –dicen– 40 mil reclusos. Una cifra más que significativa para un país de seis millones y medio de habitantes.
Las puestas en escena de un presidente como Nayib Bukele –un producto de las redes con el clásico perfil antisistema de quien llega al poder valiéndose de los recursos de la democracia para luego inaugurar un recorrido autocrático– son ya harto conocidas: propuestas de mano dura, tolerancia cero, caducidad de todo derecho individual, plenos poderes para las fuerzas de seguridad, Justicia intervenida y domesticada, estado de excepción y elección de un enemigo común responsable de todos los males. En este caso, las pandillas, que son la consecuencia de un estado de cosas que sucesivos gobiernos no logran modificar. Pandillas que habían convertido al pequeño país centroamericano en uno de los más violentos del mundo, con una tasa de criminalidad altísima.
Bukele –quien, como todos los hombres que se proclaman antisistema, sólo aspira a mantenerse en el poder a como dé lugar– llegó a la presidencia tras haber formado parte del reformismo salvadoreño heredero del Frente Farabundo Martí, y luego de haber pactado con las principales maras un acuerdo de convivencia que se rompió cuando el mandatario tuvo claro que la demanda de seguridad estaba por encima de todos los reclamos propios de una sociedad postergada.
La respuesta fue una ola criminal que llevó a las fuerzas armadas a las calles y la suspensión de todo viso de legalidad.
Hoy es imposible saber cuántos de los miles de detenidos que colman las cárceles salvadoreñas son delincuentes y cuántos apenas desclasados miserabilizados; o peor aún, opositores o críticos víctimas del estado de excepción.
Es otra cara del populismo latinoamericano, que en este caso se disfraza de justiciero para enmascarar su impotencia y focaliza en el sistema un fracaso del que es partícipe necesario.
Pero más preocupante resulta visualizar que ese discurso que se solaza en la humillación del supuesto enemigo –nunca más oportuna la frase vernácula que reza “para el enemigo, ni justicia”– es celebrado en diferentes espacios y por comunicadores con vocación de fiscales que elogian a un presidente que se jacta de haber conculcado todo derecho y reducido al mínimo las comidas en las cárceles.
El modelo salvadoreño está desnudo a la vista de todos, como para que hasta los más desprevenidos comprendan que en una sociedad sin horizontes la única receta que propone el populismo es el relevo de las mafias por el ejercicio mafioso del poder. Es lo que queda cuando se acallan los aplausos.