Mendoza cuenta con varios locales gastronómicos que pasan de padres a hijos, algunos de ellos incluso llegando en la actualidad hasta la cuarta generación. Hay distintas recetas para poder lograrlo sin que se pierda el negocio en el camino, pero varios coinciden en que dos ingredientes claves son la confianza y una buena transición de mando.
Un caso llamativo es el de la familia Barbera. Su historia en la gastronomía local comenzó cuando la Nonna Fernanda llegó desde Italia en 1948 y abrió el restaurante “La Marchigiana”. Años después, su hija María Teresa continuó con el negocio de calle Patricias Mendocinas, que más tarde atendería Fernando Barbera. Hoy, la marca es gerenciada por Martín Barbera, uno de los bisnietos de la Nonna Fernanda.
Fernando Barbera, ex gerente de La Marchigiana y presidente de Grupo Broda, cree que es importante que las transiciones generacionales se realicen con orden, generando espacios para quienes llegan. “En algún momento, el fundador o quien está a cargo debe pasar el bastón de mando y ponerse en un lugar de consulta y apoyo. Que la generación nueva sea la que maneje”, reflexionó.
Un factor fundamental en su caso fue haber mantenido ciertos valores de guía, como el esfuerzo, el profesionalismo, ser humildes y escuchar al cliente y al propio personal. A eso se suma ser austeros en momentos de crisis, cuidar los equipos de trabajo y la innovación, entendiendo que hay que renovarse continuamente como empresa.
“Creo que algo importante fue no echar empleados en las crisis. Nuestra gente no era un factor de ajuste. En crisis como la hiperinflación de 1989, 2001 o la misma pandemia, nos reunimos con el equipo y dijimos ‘De acá salimos todos o nos hundimos juntos’. Eso hace que la gente se ponga la camiseta y después salimos más fuertes”, agregó.
Con dulce de leche
Fue en 1969 cuando César Agüero montó una pequeña fábrica de churros por la calle O’Brien, de San José, Guaymallén, con la idea de abastecer a bares, confiterías y colegios. Sin embargo, era difícil la competencia contra la tradicional tortita, y César, con su familia, empezó a promocionar este producto de Buenos Aires en eventos y en Radio Nacional.
Con varios cambios, hoy el negocio está a cargo de cuatro hermanos que conforman la tercera generación: Laura, Julio, Luciana y Facundo Agüero. Desde la esquina de donde era la fábrica original, expandieron el negocio para poder abarcar otros productos y ofrecer alimentos durante todo el año, debido a que la demanda de churros decae con el calor.
Julio Agüero recuerda que el patio de su casa prácticamente era la empresa, y siempre estaba al lado de su papá Daniel, aprendiendo desde arreglar una máquinas hasta rellenar churros. De grandes, decidieron hacerse cargo de la empresa cubriendo desde desayunos hasta cenas.
“Creo que lo que le pasa generalmente a la tercera generación es que no ven cómo se funda la empresa, se pierden esos valores y se ve sólo la ganancia. Cuando la ganancia no es tal, empiezan los problemas financieros, después económicos y nadie sabe cómo hacer para volver a empezar”, analizó Agüero. En su caso, acompañaron las altas y bajas de la empresa y quieren que, quienes sigan, mantengan sus valores.
Finalmente, Agüero remarcó que sus padres insistían con el diálogo y constantemente los hermanos hablan entre sí para mantener separados conflictos laborales y familiares. “Una empresa familiar no es como una corporación en donde sólo valen los números, las inversiones y las ganancias. Una empresa familiar tiene muchos más valores en juego que no son siempre económicos”, sostuvo.
Un café con historia
La esquina de las calles España y Espejo de Ciudad tiene un nombre: Esquina Pedro Alonso. Ese hombre fue el fundador del café Jockey Club, que desde 1942 atiende a los mendocinos y que la semana pasada se reabrió después de unas remodelaciones. Hoy el local está en manos de la cuarta generación de la familia, con Ramiro Alonso y sus tres hermanos.
Ramiro no tenía en sus planes administrar el café familiar pero, al parecer, la sangre pudo más. “En 2016 decidí hacerme cargo de la administración, de dar una mano a mi papá. El café funcionaba como un café antiguo y él pensó que le vendría bien un poco de sangre joven”, narra Ramiro.
Una etapa difícil fue durante el cierre más estricto de la pandemia, que el café estuvo cerrado dos meses seguidos por primera vez desde 1942, 79 años. Cuando abrieron las puertas con la modalidad “Take Away”, los pedidos llovieron, como una forma que tuvo la clientela de acompañar el difícil momento del local.
“Con mis hermanos vivimos la forma de trabajar de mi papá. Ese aprendizaje es una ventaja y ayuda a mantener el negocio. Le damos el valor agregado de la juventud, con energía, redes sociales y sistemas informáticos. El café es de todos”, reflexionó Ramiro Alonso. Además, con su cuñado Matías Szymanski planea seguir con otra cadena propia llamada Bonito, una cafetería moderna con medialunas de especialidad. El negocio sigue en familia.