Mendoza. 30 de abril. 42 día de aislamiento D.V.
Hoy el día arrancó divino. Sol, buen tiempo en mi ánimo, un despertar sin la sensación del mal dormir. El insomnio quedó en el pretérito más lejano aún cuando sucedió hace apenas dos semanas.
Hoy el día arrancó divino y me siento plena. La fiebre de la vacuna nunca llegó. El dilema quedó resuelto naturalmente. Ingenuo pensar que era mi decisión la que podría torcer algún rumbo de las cosas.
Así se van sucediendo las circunstancias en esta pandemia, en el absoluto descontrol humano, o con el magro control que se ejerce sobre los cuerpos.
Pero el planeta se sacude de su lomo nuestras reglas, nuestras costumbres y nuestros sistemas. Los desconoce, los desprecia. Está ganando todos los espacios.
El virus sigue su curso: no se detiene, no vacila, no teme. Ni siquiera piensa. No es humano. Es un bicho vivo a medias que se activa en el sigilo.
Qué hacer entonces más que aceptar, resignarnos. Bajo esta consigna que alivió cualquier responsabilidad colateral me lancé a transitar mis habitaciones.
Hoy jueves tengo paseo pero no podré aprovecharlo: el teletrabajo ocupa las horas que me han sido asignadas. No importa, me dije. Estoy muy bien. El día arrancó divino.
La energía me daba hasta para emprenderla con los rincones más rebeldes de la casa. Plumero, lavandina, escoba, regadera. Todo fue ocupado. Armé mi orquesta de instrumentos y los dispuse en tromba a velocidad luz por los cuartos, el living, la cocina, el patio.
El día arrancó divino y mi casa quedó reluciente.
A media tarde, la sombra.
Ingenuo pensar que mi sola existencia y su transitorio esplendor podían ser suficientes para encontrar una estabilidad de al menos un par de horas.
Yo no salí hoy a la calle pero la calle vino a mí. El mundo de los hombres se expresa y se narra en las redes, los medios, los posteos imparables. Imposible abstraerse.
Así llegó la noticia que pulverizó cualquier luz. Todo oscuridad. Todo en vilo: “Preocupación por el avance del coronavirus en las villas porteñas: ya se confirmaron 124 casos. La mayoría se registró en la Villa 31 de Retiro y la 1-11-14 del Bajo Flores. El 10% de los contagiados de la Capital Federal son personas que viven en asentamientos o barrios populares”.
La teoría del aleteo de la mariposa agitando sus alas bajo mis narices, burlándose de mi placidez y buen ánimo.
Se me oprimió el estómago. Tan literal que tuve que dejar de comer el sanguchito de la mediatarde.
Busqué más. Encontré peor. “En la villa 31 hace cinco días que están sin agua y en cinco días los casos de multiplicaron de 3 a 57”. La catástrofe golpeando nuestras puertas cerradas con varias vueltas de llave.
¿Sin agua?, me dije. ¿Sin agua? ¿Cómo es posible atravesar esta pandemia sin agua y salir indemne? El remedio que nos han explicado tantas veces requiere del agua para lavarse.
El agua es la vida pura, lo sabemos los mendocinos.
Me puse tan triste. Tan triste. Pude por un instante sentir en el cuerpo lo que significa atravesar el miedo bajo un techo de chapa, 6 en una pieza y un colchón, piso de tierra, ollas vacías y renegridas por la cocina de leña. Un balde de agua, un balde vacío. Los chicos, las mujeres, los viejitos. Sus derechos vulnerados.
Cerré las pestañas de noticias y entré en mi mail. Corté en mi interior la imagen que me atormentaba.
Entre los correos “no leídos”. Un mensaje de uno de mis trabajos.
El estómago se apretó más. Tanto que no solo no pasó el sanguche sino que tuve que pararme y caminar ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta, por el living. Intentando aclararme las ideas con la mano sobre la frente.
Fue después de leer la noticia. Otra. Esta era ahora para mí. Me explicaban que las circunstancias inéditas obligaban a cambiar momentáneamente las condiciones de pago. Inédito. Ni en el 2001.
Las villas sin agua. Las arcas secas. La mariposa que aletea en nuestro rostro y desata las catástrofes.
“Estamos padeciendo en nuestra propia existencia el famoso ‘efecto mariposa’: alguien, al otro lado del mundo, se come un extraño animal y tres meses después, media humanidad se encuentra en cuarentena… Prueba de que el mundo es un sistema en el que todo elemento que lo compone, por insignificante que parezca, interactúa con otros y puede influenciar el conjunto”, escribe Ignacio Ramonet. Lo admiro profundamente. Él me desata el zafarrancho de este cuerpo abotagado de noticias. De sombras, de crónicas de una muerte anunciada. Me lo explica con una capacidad que no poseo.
Es el virus. El virus que no sabe de dolores humanos, de carencias, de privilegios. El virus que los ricos trajeron en sus viajes fastuosos y se disemina entre el pobrerío a mayor velocidad porque ellos no tienen recursos con los que pararlo.
Es el virus, una molécula, un átomo, un adn natural.
“La única lucecita de esperanza es que, con el planeta en modo pausa, el medio ambiente ha tenido un respiro. El aire es más transparente, la vegetación más expansiva, la vida animal más libre. Ha retrocedido la contaminación atmosférica que cada año mata a millones de personas. De pronto, la naturaleza ha vuelto a lucir tan hermosa… -sigue escribiendo Ramonet-. Como si el ultimatum a la Tierra que nos lanza el coronavirus fuese también una desesperada alerta final en nuestra ruta suicidaria hacia el cambio climático: ‘¡Ojo! Próxima parada: colapso’”.
Hoy los humanos vivimos un colapso en este país que es vanguardia en esto del Estado haciendo lo que el mercado juró que podía dar, pero no; y está impotente.
Hoy las humanidades argentinas tuvimos un colapso que tal vez sea breve porque nos volvimos modelo de sistema humanitario.
Vuelvo a la resignación, a la entrega, suelto la panza, sigo con Ramonet y su artículo “Ante lo desconocido… la pandemia y el sistema-mundo”, que publicó Le Monde Diplomatique en Chile.
Puedo escuchar a la mariposa moviendo sus alitas suaves en las villas que están a 14 horas de viaje de mi casa. Miro el sol escondiéndose en mi montaña. Allí también aletean mariposas. Brilla lujurioso ese sol mientras se esconde y dibuja las siluetas monumentales de los picos cordilleranos que le regalan su rostro a la noche.
Es el virus-planeta que no sabe de los padeceres humanos. Y hoy, está divino.