Mentiras perdurables

Los ciudadanos rusos llevan décadas inmersos en una falsa realidad orquestada por su Gobierno y muchos se niegan a abrir los ojos.

Hace un par de semanas estuve en Leópolis, Ucrania, en un festival de literatura europea. Me gustó mucho la ciudad, monumental e histórica, y me encantaron los ucranianos, gente dulce, cariñosa, casi diría inocente. T. R., una brillante hispanista de Kiev, me conmovió; sus padres son rusos y siempre sintió una profunda devoción por la gran patria rusa. Pero ahora lleva dos años herida y desolada.

Cuando comenzó el conflicto entre rusos y ucranianos, T. R. no tuvo más remedio que reconocer que su imagen pura y perfecta de Rusia era un mito. Durante cuarenta años había creído a pies juntillas en la veracidad de unas historias que, ahora se daba cuenta, eran todas mentira: “Y a mi edad tengo que volver a repensarme el mundo por completo”. Hay muchas otras personas como ella, gente que vivió una realidad fingida y que ahora se balancea sobre el vacío.

Es lo que sucede con las dictaduras, las tiranías y con los Gobiernos que, como el ruso, aunque se denominen democracias, distan mucho de ser transparentes y veraces.

De hecho, todos los sistemas políticos, incluso los más avanzados, tienen trastiendas ocultas, secretos de Estado, cosas que no se dicen, mentiras tenaces; pero la diferencia de tergiversación de la realidad entre las democracias y los sistemas tiránicos y paratiránicos siguen siendo abismales.

Ya conocen la famosa frase de Abraham Lincoln: “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Suena bien y resulta consolador pensar así, pero, a medida que he ido envejeciendo, he visto que la historia se obstina en demostrar lo contrario. Es decir, hay sociedades capaces de engañar a la inmensa mayoría de sus ciudadanos durante todo el tiempo de sus vidas, durante una generación o quizá dos. Sí, seguro que cien años después habrá investigadores que demuestren la perversidad de sus mentiras, pero ¿de qué sirve eso para la generación que vivió y murió creyendo sin fisuras en el embuste? Y, sobre todo, ¿de qué le sirve eso a las víctimas? Además, y esto es lo peor: hay muchos que no quieren abrir los ojos. La realidad es ventosa, desagradable, contradictoria, muy poco heroica. Hay gente incapaz de vivir sin la edulcoración de las mentiras fanáticas.

El 12 de julio de 2014, en lo más álgido del conflicto ruso-ucraniano, el primer canal de la televisión rusa sacó a una mujer refugiada en Sloviansk, una tal Galina, diciendo que, cuando entraron en la ciudad, los militares ucranianos habían crucificado a un niño ruso de tres años. Aseguraba que ella lo había visto y que había sucedido delante de toda la población. Nadie pudo encontrar jamás a otro testigo de semejante hecho, y los padres de Galina declararon que probablemente le pagaron para decirlo. R

esulta inquietante que el infundio reproduzca a la perfección los antiguos libelos de sangre, esas calumnias antisemitas que recorrieron Europa en la Baja Edad Media y que sostenían que, para mofarse de Jesucristo, los judíos crucificaban niños cristianos. Lo que demuestra la perdurabilidad de los bulos malignos en nuestro imaginario.

Y lo peor es que los ciudadanos creen esas mentiras. Creen que les están crucificando en Ucrania, y cuando personas como T. R. hablan por teléfono con sus parientes y les explican que no es así, responden que el Gobierno les oculta la realidad y que los que de verdad saben lo que está pasando en Ucrania son ellos. Qué curioso que jamás se planteen la posibilidad de que les engañe su propio Gobierno. Y así se va creando el miedo, se va atizando el odio, se infunde en la sociedad una avidez de sangre que puede justificar cualquier barbarie.

Nuestro equivalente fueron las armas químicas de Sadam Husein, pero la diferencia es que fueron contestadas desde el primer momento. El problema es que la manipulación informativa en Rusia alcanza niveles alarmantes (y quienes luchan contra ella suelen acabar en la cárcel o muertos, como la periodista Anna Politkóvskaya). ¿Que algún día los rusos sabrán todo esto? Seguro, pero ¿cuándo? ¿Después de que una generación haya vivido (y haya matado) en el engaño?

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