Los riesgos de la sobreexigencia

En un mundo adulto, sobrepasado por demandas de rendimiento y productividad, estos valores se trasladan a nuestros hijos de manera negativa y los condicionan. Aquí, algunas pautas que te ayudarán a evitar los excesos de exigencia que impiden la máxima cre

Todo es veloz y vertiginoso. La alta exposición, el éxito como meta y la imposibilidad de ser falibles son fantasmas que nos persiguen en nuestra vida cotidiana; tanto que la idea de ‘fracaso’ (asociada a un dolor, defecto o diferencia) es casi una mala palabra. Estos conceptos que atenazan nuestro mundo adulto también inciden en los chicos. En esta nota Gustavo Dupuy -médico psicoanalista, psiquiatra y miembro del comité científico de la Jornada sobre Neoliberalismo y Patologización de la Infancia- ofrece una mirada sobre el tema, en relación a la infancia.

“En relación a la educación de los hijos las cosas no son muy diferentes. Al parecer, los seres humanos llegamos al mundo endeudados, es decir, hay ciertas cosas que debemos cumplir, que debemos a quienes nos trajeron al mundo. Pero esto no es natural, más bien es cultural. Incorporamos las exigencias de la época ya desde el primer día de vida. ¿Se nos parece nuestra descendencia? ¿Qué habilidades heredó? ¿Cuáles le exigimos? ¿Qué prentendemos de nuestros hijos? ¿No les estamos imponiendo demasiada carga? ¿Dejamos el camino abierto para una individualidad creativa, abierta y expresiva?”, comenta el especialista.

Suelen haber errores recurrentes que, sin percibirlos, practicamos en nuestra casa como algo cotidiano e incluso creyendo que de ese modo contribuimos a la educación de nuestro niño. El especialista describe aquí algunos ejemplos de exigencia:

“Este chico no habla”. Un ejemplo breve. La madre de un chico con un diagnóstico de autismo, al que vemos vivaz, conectado, ocurrente y muy comunicativo, nos dice que le dieron ese diagnóstico porque a los 3 años no hablaba lo esperado; porque no miraba suficientemente a los ojos; porque no socializaba tanto como debía. La medicina actual no es ajena a los ideales de esta época al punto de catalogar como “enfermo” a todo comportamiento que no responde a sus parámetros.

“Actuá rápido”, “No llores”. En otros órdenes de lo social y recreativo vemos también a niños y adolescentes corriendo como locos porque han “aprehendido” de ciertos modelos para los cuales detenerse, reflexionar, respetar los tiempos propios, o incluso entristecerse no es apropiado. La expresión cruda del dolor en nuestra cultura aún es signo de debilidad.

“Todo hoy”. Múltiples publicidades lo ilustran. Cuando un chico se lastima y la madre le dice el consabido cantito “sana sana colita de rana si no sana hoy ...” el niño se ve impulsado a responder: “No mamá, mañana no, que tengo inglés, karate, entrenamiento...”. El niño actual, al menos el niño ciudadano, tiene una agenda similar en densidad a la de los padres y madres que deben, a veces, cumplir con dos trabajos más las tareas parentales.

Un bello dibujo de Francesco Tonucci, educador italiano, muestra a un niño cargado con mochilas que casi superan su peso. En la imagen llega tarde al colegio y cuando los maestros lo reprenden dice: “Disculpen pero tenía tanta tarea que me tomé dos horas para jugar”, continúa Dupuy.

El juego es ganancia

En este mundo el alto rendimiento escolar está idealizado. Mientras que lo esencial de la experiencia infantil, el juego en su función recreativa pura y de ensayo de las diversas situaciones de la vida que luego se deberán enfrentar, está subestimado.

El juego, que no está al servicio de ninguna “utilidad”, es visto muchas veces como “relleno” del tiempo libre. Cuando en realidad el tiempo de aprendizaje, el tiempo de la escuela, deberían estar siempre caracterizados como “tiempo libre”. Aquél en el cual el niño despliega toda su creatividad y tiene espacio para que su deseo se despliegue.

Al mismo tiempo este fenómeno tiene un efecto perturbador acerca de cuál es la función de la escuela. Ésta pasa de ser un lugar en donde el niño podría conectarse con el placer por aprender a ser un sitio de obligación de acumulación de conocimientos. Repetimos, al estilo de “aumentar la productividad” que vemos en la fabricación de productos.

Las exigencias se heredan

El niño trae al nacer las expectativas conscientes o inconscientes de sus padres. También las tareas que ellos no pudieron llevar adelante, sus frustraciones, vivencias y conflictos. Las ambiciones también suelen guiar a los padres -no sólo el amor- y este fenómeno se transmite inevitablemente si no se interrogan a sí mismos acerca del tema. El hijo pasa a ser, muchas veces, el encargado de reivindicar frustraciones y deudas en los ideales parentales.

La consigna que se repite es: “Yo trabajo para darte lo que mis padres no me pudieron dar. Vos tendrás, por lo tanto, que llegar a donde no llegué”. Esta modalidad del amor que podemos rastrear desde hace siglos va teniendo diferentes presentaciones acordes al lugar y la modalidad de la familia en la sociedad.

A los millones de inmigrantes que llegaron a nuestro país durante el siglo XX, la Europa de la guerra y del hambre los marcó fuertemente. En ese intento por “hacerse la América”, era fundamental que los hijos accedieran a un estudio superior. La famosa frase “mi hijo el doctor” tiene sus raíces en estas experiencias.

La banalización del éxito

Estamos en tiempos en que el que no gana, fracasa. El que no va a mil, fracasa. Estamos en los tiempos del bulling y del “looser” (el perdedor). Los niños viven estas presiones a diario en la escuela, pero también en sus casas de manera explícita o solapada. Madres y padres en sus trabajos conviven con esta idea compulsiva de que lo importante es ser un “ganador”. Pero, ¿ganador de qué?, podríamos preguntarnos. En la mayoría de los casos ni hijos ni padres saben bien a qué se refiere esta frase.

En la escuela, muchas veces se descalifica a los que “no rinden”, equiparando el aprendizaje con la productividad laboral. De esta descalificación surge la calificación de “trastorno” que luego reproduce la medicina. Estas etiquetas muchas veces borran la singularidad de la historia, ideales y vivencias de los niños.

En estos tiempos del avasallamiento de nuestra subjetividad nos vemos atrapados en las exigencias de una época en la cual la singularidad cada vez tiene menos lugar. Muy lejos de ubicar a los niños como víctimas de los padres, cosa que muchos profesionales de la psicología han hecho durante décadas, nos interesa mostrar que en los tiempos actuales se han producido múltiples cambios. Así como años atrás la vocación de los niños por disciplinas artísticas o recreativas (las elecciones que se alejaban de las profesiones doctorales) eran subestimadas, ahora cuentan otro tipo de exigencias. Los ideales de rendimiento y éxito actúan como una fuerte fuerza de gravedad que aplana las vocaciones, imponiendo la exigencia de popularidad, de éxito mediático y económico.

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