Europa y África: conocer el mundo en bicicleta y una forma de encarar la vida

Mauro Montarulli se recibió de diseñador gráfico y decidió sumergirse en una aventura de más de tres meses y que lo llevó hasta el desierto del Sahara. “Este viaje cambió mi forma de ver la vida”, afirma. Y ya planea nuevas travesías a pedales.

Lo desconocido está allí. Hay que salir a buscarlo para hacerlo propio. Un pie delante del otro. Círculos en eterna cadencia. Ganando un kilómetro más. Descubriendo que las estrellas también brillan en la inmensidad silenciosa. Mauro Montarulli  nació en Mendoza, pero desde chico se mudó a Chubut. Y a los 26 años realizó un recorrido de 3.500 kilómetros en bicicleta entre los colores catalanes de Gaudí y la arena de relojes rotos que rellenan el Sahara.

“Cuando visitaba Algeciras, en España cerca del estrecho de Gibraltar, estaba cerca de cumplir los tres meses de visado europeo, por lo que tuve que decidir entre volver a casa o continuar viaje por el continente Africano, en Marruecos. Sentía ganas de seguir en ruta un tiempo más, por lo que decidí cruzar el Mediterráneo, ahí todo cambió, la gente, la cultura y las costumbres pasaron a ser totalmente distintas”, cuenta Mauro desde una computadora prestada y en compañía de buenos amigos, dos perros, tres gatos, dos cabras y varias gallinas en las afueras de Girona.

El germen

Como toda idea extravagante, al menos para aquellos que duermen en las plumas de la rutina, la de andar en bicicleta por las rutas infinitas fue germinando de a poco en la mente de Mauro.

“Cuando terminé la secundaria me mudé de la ciudad en la que vivía para continuar con mis estudios universitarios en Mendoza. Esto fue un cambio que me llevó a dejar atrás una vida armada y organizada. Todo desapareció y pasé a encontrarme frente a un entorno nuevo y completamente desconocido”, describe.

Según explica, haber pasado por esa experiencia cambió su forma de ver las cosas, al mudarse rompió con muchos miedos que lo ataban al lugar donde había tenido su vida. Estaba listo para comenzar a vivir nuevas historias en un lugar nuevo.

“Durante los primeros años de la carrera de diseño gráfico fue naciendo en mí la idea de realizar un viaje largo al finalizar los estudios. No fue algo espontáneo sino que fue madurando poco a poco, con los años, hasta que en un momento se volvió realidad”, detalla.

Por estos años, la bici se convirtió su medio de transporte cotidiano -”la descubrí”, avisa- y empezó a tomarlo como un momento divertido de la mañana camino a la universidad. “El día arrancaba más activo con actividad física, ahorraba dinero y además se convirtieron en momentos solo para mi, de mucha reflexión y relajación”, recuerda.

Gracias a su medio de transporte conoció amigos que usaron la bicicleta -o el vehículo autosuficiente, como dice Mauro- para hacer viajes largos por Sudamérica, y que fueron ejemplo de lo que vendría.

“La primera idea para el viaje era empezar desde la puerta de mi casa en dirección al norte, con la posibilidad de recorrer algunos países de Latinoamérica. El recorrido nunca fue estrictamente planificado, solo tenía posibles destinos a los que me gustaría visitar, pero entre medio de idas y venidas, cerrando detalles, apareció la oportunidad de unirme a un viaje familar a Europa Central”, explica.

Quise tener…

…  Una bici que me lleve a todos lados. El viaje y motivo de esta nota comienza en Barcelona. Fue un tres de octubre, cuando el frío en el hemisferio norte comenzaba a molestar en las manos del ciclista. Por eso, inevitablemente, Mauro fijo rumbo al sur. Siempre al sur.

“Visité Valencia, Granada, Málaga, Ronda, Cádiz y Algeciras, por lo general traté de no ingresar mucho tiempo a ciudades grandes porque todo suele ser un poco más caro y es más difícil encontrar lugar dónde dormir. La ruta siempre es improvisada sobre la marcha”, remarca.

Finalmente, cerca del estrecho de Gibraltar, fue un salto continental que le fue imposible de ignorar. Ya estaba en África. “En el norte hablan árabe y la gran mayoría son musulmanes, en el sur son Bereber y son muy diferentes entre sí. Al principio fue un choque cultural fuerte que te desorienta un poco, con una comunicación muy precaria, fue difícil”, comenta.

Después de unas semanas empezó a entender cómo funcionaba todo y fue el momento en que compartió más con la gente del lugar, que le fue ayudando, enseñando y explicando todo lo que necesitaba mientras su bicicleta rodaba por las rutas del norte africano. Las palabras extrañas y difíciles fueron aclarándose con el paso de los días, con mucha paciencia. “Ahí fue cuando todo se empezó a poner un poco “mágico” y empecé a vivir historias verdaderamente únicas y difíciles de reproducir”, dice.

Las dos ruedas de su vehículo tocaron la región montañosa del Rif, en el norte de Marruecos y luego fue -otra vez- en dirección sur pasando por las ciudades de Tetúan, Chefchauen, Tafrant, Fez, Mequinez. Luego pedaleó hacia el oeste, visitó Rabat, Casablanca, Safi. Allí se dio cuenta que tenía, no muy lejos, la oportunidad de ir a visitar el desierto del Sahara.

Con la ayuda de un camión -una trampita- viajó 100 kilómetros hasta Essaouira donde tomó un micro hasta Uarzazate, ahorrándose trescientos cincuenta kilómetros de pedaleo para poder llegar a visitar el Sahara dentro de los días que le quedaban de visado (tres meses en total).

A los pocos días de volver a la bicicleta ya se encontraba entre medio de un desierto arcilloso de colores ocre rojizos pero todavía sin arena.

“Continué visitando Tinghir, Tinejdad, Erfoud, Risani y por último Merzouga donde, ya hacía algunos días, veníamos pedaleando entre dunas de arena con ocres anaranjados, entre camellos y palmeras”, describe.

A esa altura del viaje decidió no continuar en dirección sur ya que el visado para Mauritania era muy burocrático y costoso; Argelia, en tanto, se encuentra con las fronteras cerradas por vía terrestre. La vuelta hacia el norte fue parte en bici y parte en micro. En solo algunos días Mauro ya estaba en el puerto de Tanger para volver al continente Europeo en barco.

A rodar mi vida

África ya pasó. La cabeza ahora ronda otros países, otros destinos. La bici sigue allí. Con una bolsa de dormir, una olla para cocinar, algunos pesos. Es la forma de viajar que le permite ser autosuficiente y mantenerse en la ruta durante largos períodos. “Pero te lleva a depender de la ayuda y el contacto con la gente del lugar”, contrasta.

Y agrega: “eso te hace conocer sus formas de vivir y terminás el día con amigos nuevos a los que, probablemente, nunca puedas agradecer todo lo que hicieron por vos”, sigue.

Pueblos y ciudades diferentes han quedado bajo la piel. Los pedales le piden más y Mauro recuerda que los paisajes por los que pasó son difíciles de mirar -como le pasaba a aquel niño de Galeano que observaba el mar-, y las culturas fáciles para la inmersión.

“Aprendí mucho, este viaje cambió mi forma de ver la vida, salir de casa solo, en bicicleta, y sin mucho dinero, me llevó a vivir situaciones a las que no estamos acostumbrados en la vida de todos los días”, afirma con la seguridad de la aventura lograda.

A pesar de que sobre una bicicleta no puede llevar demasiado equipaje y que muchos regalos decoraron su vehículo como un árbol de navidad, le quedaron una invitación a quedarse en una casa el tiempo que necesitase, comidas deliciosas, amigos “cicloviajeros”, las noches estrelladas, las de luna llena, los días de bajada y de viento a favor.

Hoy, Mauro escribe desde España, desde una casa donde fue “bien-venido”. Durmiendo en una cama de dos plazas, muy confortable, con ducha y agua caliente. Y la mirada puesta en el futuro. Hacia el sur y el este. Hacia Croacia, Albania o Macedonia. O quién sabe a dónde más.

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