Se fueron a la montaña en busca de paz y ahora conviven con 37 perros y 15 gatos

José Rodríguez y Patricia Díaz en 2005 dejaron su hogar y se instalaron en Cacheuta. Un día recogieron un perro abandonado y ahora cuidan a más de 50. Viven precariamente, sin trabajo fijo y piden que ayuda para darlos en adopción.

“No podemos abandonar a nuestros niños porque acá los envenenan, los matan de un tiro o mueren atropellados”. Con esta poderosa frase comienza a contar su historia José Rodríguez (57). A su lado está Patricia Díaz (45), su compañera de vida. Ambos decidieron hace 12 años instalarse en la montaña “en busca de paz”.

Cuando José y Patricia hablan de “niños” o “hijos” se refieren a sus 37 perros y 15 gatos, que hoy tienen bajo su cuidado luego de salvarlos del abandono o de una muerte segura.

La pareja vive en el puesto “El Sol”, ubicado en Agua de las Avispas (km 1078 de la ruta 7 en Luján). Ambos dedican su vida a cuidar a sus animales, dejando de lado sus propias necesidades. “Nosotros nos las podemos arreglar”, reconoce José.

Su puesto es el punto de acceso para llegar a los cerros Mano y Colorado, entre otros, por lo que la pareja es muy frecuentada por andinistas. De hecho, su “patio trasero” es una enorme cantera donde se practica escalada en roca, la misma roca con la que José se hace algunos “mangos”.

Es difícil describir en palabras el día a día del matrimonio. Su vida está organizada en torno a sus animales. “Algunos fueron abandonados en la ruta, muchas perras preñadas, otros los salvamos nosotros, porque si los encuentran los puesteros de por acá les pegan un tiro o los envenenan”, asegura José antes de acomodarse sus anteojos que él mismo remendó con alambre.

“Los perros no están gordos ni desnutridos, nosotros los mantenemos. Otra cosa no podemos hacer”, confiesan. Las necesidades básicas del matrimonio están lejos de alcanzar los estándares básicos: “Vivimos igual que los perros. Pero no nos quejamos. Amamos a nuestros bebés”.

Antes de fundar el refugio perruno, la pareja vivía en San José, Guaymallén, “a dos cuadras del Notti”. La mujer trabajaba como empleada doméstica ‘cama adentro’ y el hombre como tapicero. Pero un día la ciudad los agobió y decidieron mudarse a Cacheuta. “La idea era que mi esposo bajara (a la ciudad) a trabajar. Pero todo cambió”, se ríe Patricia y achina sus ojos celestes mientras señala a todos sus animales.

Todas las precarias construcciones, en las que predominan pallets y chapas, las levantó José. En un sector duerme él junto al “clan de Dulce María”, una perra negra que dos años atrás fue dejada en la puerta del puesto dentro de una caja de galletas (de ahí su nombre).

En la otra punta, en una construcción más alta, está la habitación de Patricia y del “clan de Mafalda”, la primera perra rescatada que llegó a El Sol. “Con ella (por Mafalda) empezó todo. En ese momento pensé: ‘donde duermen dos duermen tres’, y nunca más paramos”, recuerda la mujer sin retirar la vista de dos perros que se están gruñendo.

El resto pasa la noche afuera, en casillas de madera también diseñadas y construidas por José, que “se da maña para todo”. “Mi cama se transformó en una cucha. Pero qué voy a hacer, no los puedo abandonar”, se sincera él.

Su logística para cuidar la integridad física de los perros estresa de solo escucharla. Dulce María no se puede cruzar con Mafalda. Terminator no se lleva bien con Capitán. Mariposa, Princesa y Pata Pata detestan el frío y tienen que dormir adentro. A todo esto hay que sumarle que un gato montés, “padre de casi todos los gatitos”, merodea la zona y se pelea con los demás machos.

Cuando algún animal se enferma, el hombre agarra un ‘bolso-camilla’ con el afectado y se toma un micro hacia la veterinaria. “Si no tengo plata hago dedo y me subo a un camión”, confiesa.

Cabe destacar que todos los animales están en adopción, “excepto algunos mañosos y los más viejitos”. De no ser por esto el número de refugiados en El Sol sería muy superior.

“Escribí esto”, ordena José. "Quiero dejar un mensaje”, agrega, piensa unos segundos y arranca: “Si nosotros podemos mantener más de 50 animales sin un sueldo, ni un subsidio, ni nada, seguramente las familias puedan criar un solo perro sin problemas. Es solo cuestión de amor. Los animales no son una carga”.

Unos 80 mil pesos al año sólo en alimento

Entre las changas que hace José está la de ayudar a cortar piedras de la cantera y a cargarlas en camiones. “Ellos (por los que comercializan la roca) venden la camionada en $ 8 mil y a mí me dan $ 300, pero esto lo hago muy de vez en cuando”, confiesa. Su oficio de tapicero quedó prácticamente en el olvido.

El puestero saca cuentas mentales: son 37 perros que consumen, en dos raciones diarias, unos 400 gramos de alimento más algún arroz o fideo eventual. Son casi 20 kilos de comida por día. “Me gasto una bolsa de alimento por día. Son unos 80 mil pesos anuales”, concluye.

Ellos ni se incluyen en la cuenta: “Nosotros nos hacemos un yerbeado y unas sopaipillas”. La pareja asegura que alimentar a todos los animales es un combo de esfuerzo, dedicación y amor. Ellos lo atribuyen “a Dios”. No reciben subsidios, ni ayuda de protectoras.

La Municipalidad de Luján conoce la misión de José y Patricia, por lo que el departamento de Zoonosis los visita con frecuencia para castraciones y asistencia veterinaria en general. Además, desde la comuna los ayudan a través del programa de veterinaria móvil, que esteriliza gratis a perros y gatos y piden como colaboración una bolsa de alimento balanceado. El puesto El Sol recibe gran parte de las donaciones.

Pero también particulares se solidarizan con la pareja. Una de las que colabora es Gabriela Rogé, quien dio a conocer esta historia en su Facebook, y su novio Agustín. Recientemente organizaron una colecta familiar y les llevaron 15 bolsas de alimento.

“Sería ideal que los amantes del montañismo y las personas que pasan por este lugar colaboren con lo que puedan. Por más poco que sea, para ellos es un montón”, pide Gabriela.

Otro nombre que es muy pronunciado por el matrimonio es el de Claudia. “Ella es una de las que más nos ha ayudado, desde hace muchos años”, destacan. “Ayudar cansa. Cuando yo veo que vienen de compromiso, les digo que no vengan más. Esto te tiene que nacer”, dice José.

Llorar de frío

En el puesto no hay electricidad (tienen un pequeño panel solar), ni agua corriente (la Municipalidad les llena los tanques con un camión), como tampoco gas (solo tienen una garrafa que usan para cocinar).

“En invierno la pasamos muy mal. Yo llego a llorar de frío. ¿Vos sabés lo que es poner los pies en el fuego y no darte cuenta de que se te están quemando las medias?”, pregunta Patricia y su marido asiente con la cabeza.

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