Rivadavia: el adiós de una heladería tradicional

A los 94 años, José Vila decidió poner fin al negocio familiar que funcionaba desde 1928. El legado de un maestro heladero.

Sí, es cierto, el hombre me ha leído el pensamiento y yo esperaba otra respuesta. “¿Qué es lo que sentí aquel día? Bueno, supongo que alivio más que nada”, me dijo desde un sillón y apoyado de a ratos en su bastón; luego me observó un momento y agregó: “Tal vez usted esperaba otra respuesta, ¿no? Una más romántica, pero luego de haberle dedicado toda una vida a la heladería, el día que la cerré sentí alivio. Esa es la verdad”.

José Vila tiene 94 años, el espíritu joven y los recuerdos frescos, incluso los más lejanos, esos que viven para él en los inicios del siglo pasado y en los que dice ver, como si aún la tuviese enfrente, a su mamá rallando naranjas para hacer helados.

“Ella me enseñó lo más simple, que un helado rico se hace con frutas frescas, tiempo y trabajo; son 20 litros de agua, 90 naranjas más la cáscara rallada de otras 30; se deja reposar, azúcar y después a la máquina”, describe y al hacerlo se entusiasma: “Era una máquina de madera, con tubos de losa y un tambor lleno de hielo y sal que enfriaba todo”.

En mayo, hace solo un puñado de días, don José cerró las puertas de su heladería, la más tradicional de la ciudad de Rivadavia, la que ha llevado su apellido: “Hay muchas maneras de ver esto, porque fíjese que si me pongo a sumar, yo he vendido en mi vida más cucuruchos que el resto de las heladerías de Rivadavia, todas juntas ¿Qué le parece?”.

-Y... me parece que deben ser muchos helados y que entiendo su alivio -respondo y el hombre asiente y sonríe.

Por detrás de él y también a un costado hay algunos portarretratos; la casa en realidad está llena de fotos familiares y de recuerdos. “Me casé joven y enviudé hace tiempo. Con mi esposa Teresa hicimos una linda familia y hoy tengo 3 hijos, 9 nietos y 12 bisnietos, uno de ellos en camino de nacer".

Del hotel a los helados

La heladería Vila abrió en 1928, aunque la fecha de inauguración podría incluso ser anterior: “En el año ‘25 mi papá, don Francisco Vila, fundó un hotel en Rivadavia que quedaba en calle San Isidro al 520. Le hablo de cuando esta ciudad era solo un pueblo de casas bajas, la plaza estaba cercada por un alambrado y la calle San Isidro todavía era de tierra”.

El hotel Vila tenía 8 habitaciones y nació con un bar, con comedor familiar, café y billar; todo eso repartido en tres salones que juntos sumaban más de 200 metros cubiertos. Allí se comía, se jugaba a los naipes y al billar, se escuchaba radio, se charlaba y se pasaba el tiempo: “Para completar la oferta, mi mamá hacía helados de limón y naranja. Yo aprendí de muy pibe a estar entre gente grande y mi papá, que había llegado a Rivadavia en 1909 y que antes de abrir su hotel fue contratista, falleció joven y entonces me puse al frente del negocio”.

A medida que avanza la charla, don Vila recuerda esas primeras ventas de helados y de comidas, las noches detrás del mostrador despachando vinos en el bar, los naipes, las apuestas y los billares; cuenta de las madrugadas que se alargaban hasta que se iba el último parroquiano.

“Me casé con 24 años y para esa época hacía rato que manejaba el negocio”, me explica y revela: “Yo tengo una virtud para los helados y es que con solo probar una cucharadita, le digo el gusto pero también la receta; puedo decirle cómo está hecho”.

El bar Vila era una de las pocas diversiones que había en el pueblo: “Una vez pisaron el lugar los hermanos Navarría, que venían de Buenos Aires y que viajaban por el país haciendo fantasías en la mesa de billar. Yo era bueno con un taco, pero esa gente era sensacional; me acuerdo que cobraron 1 peso la entrada y que el local se llenó”.

-¿Le gustaba esa vida, un poco bohemia?

-En realidad fue una época sacrificada, me acostaba de madrugada y el local atendía todos los días. Me acuerdo que un 1º de mayo, creo que en el ‘49, decidí no abrir y la gente se juntó enojada a golpear la puerta.

Con el tiempo, don Vila cerró el comedor y los billares: “A las mesas las vendí al club Mariano Moreno y a la Sociedad Italiana, calculo que todavía debe haber alguna por allí”, arriesga. El hotel había dejado de ser negocio y también cerró; Vila se quedó con la heladería y con el bar, aunque éste solo funcionó un tiempo más.

“Siempre hice helados artesanales porque son los más ricos; ese debe ser el secreto de por qué mi negocio ha pasado tantas épocas difíciles: buenos helados a buen precio. Hoy, el heladero prefiere ahorrar tiempo y trabajo y no fabrica, solo es un despachante, por eso ganan espacio las franquicias y los helados industriales”, dice.

Un poco de nostalgia

En los años ‘70 mudó su negocio a San Isidro 660, la dirección definitiva de la heladería Vila, esa en la que según muchos clientes se conseguía el mejor helado para beber un lemon champ: “Los niños disfrutan el helado pero una persona mayor lo aprecia más. La gente grande sabe diferenciar algo bien hecho y yo he disfrutado atender y que el cliente se vaya satisfecho”.

Con el tiempo, las heladerías comenzaron a abrir todo el año, también en invierno; las cucharitas de madera fueron reemplazadas por plásticas y surgieron aditivos para que el helado no cristalice: “Yo entiendo la modernidad y que hay recetas e innovaciones, pero nada reemplaza a un helado hecho con frutas y comerlo con cucharita de madera, siempre tendrá otro gusto”, dice y cuenta que hasta fines de los ‘80 él preparaba los helados y que luego, por un problema en su hombro, delegó la tarea y pasó a administrar el negocio.

“Fueron muchos años, con la heladería hice conocidos de todas las edades ¿Recuerda que le conté que el día que cerré me sentí aliviado? Bueno, la respuesta está incompleta, no le voy a negar que también, de a ratos, tengo nostalgia de mis tiempos de heladero”, cierra don Vila.

Los hermanos Oro

A lo largo de su historia, la heladería Vila tuvo muchos empleados, pero dos de ellos, los hermanos Domingo y José Oro, estuvieron casi siempre.

“Empecé en el hotel, con 14 años y de lavacopas; después pasé a la heladería que fue el trabajo de toda mi vida. Don Pepe Vila ha sido como un padre para mí”, dice Domingo Oro, que hoy tiene 77 años.

“He tenido muchas satisfacciones en ese trabajo y siempre lo hice con amor y con ganas. Uno conocía a la mayoría de los clientes que venían al negocio y me saludaban ‘Oro, Cacho, Domingo’; en la calle muchos pibes me saludaban ‘chau heladero’, otros me decían ‘Vila’ porque no saben que yo no soy Vila”, relata.

“El día que la heladería cerró sentí mucha tristeza. Imagínese que uno estuvo allí toda la vida; sí, ese día sentí tristeza”, cierra.

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