De los que estuvimos ese día, ninguno se debe acordar bien de esto. Tampoco importa tanto. A la larga, la parte inventada de los recuerdos suele ser también la más real. Sucedió un verano, promediando los 80, en una playa que se forma en el río Atuel a la altura de Carmensa. La siesta ardía y a mi papá se le ocurrió que saliéramos en una búsqueda misteriosa.
Entonces los improvisados exploradores en malla nos perdimos en esa pampa de sal con mi padre como jefe y guía. De a poco el guía fue revelando datos del destino: por ahí, se había refugiado un bandido legendario, un ladrón y héroe popular, un tal Bairoletto. Nuestra patrulla buscaba el lugar preciso donde al anarquista le habían dado final o se lo había dado a sí mismo.
No sabíamos si el sitio estaba marcado. Yo, al menos, esperaba una especie de santuario pagano en honor a Juan Batista Bairoletto. Algunos huesos, flores de plástico, una foto en un camafeo o un epitafio desconsolado. Caminamos un tiempo eterno entre tábanos hambrientos, espejismos, y ojotas enterrándose en el barro. Cuando de pronto el jefe de la cuadrilla nos detuvo frente a un árbol.
En medio de esa laguna efímera que atravesamos buscando algo sublime, los exploradores solamente encontramos un árbol, como cualquier otro. Bairoletto se había dejado morir en su tronco y en una chapa oxidada había un recordatorio. Pero a la vez, junto a la chapa, colgaba el panal de abejas más grande y asesino que recuerde. El guía, que también era padre, nos distanció del árbol y se acercó a leer el cartel.
Y como la maldad habita en mí, en un acto reflejo le tiré un cascote al panal. Tanto se sacudió que mi papá no alcanzó a leer el mensaje y salimos corriendo perseguidos por una bola de abejas. Las espantábamos a cachetazos. Parece no tan bien, porque una me picó en la mano. Llegué castañando los dientes a hundir la mano en el río, a llenarla de barro. Más tarde, cuando ya sin dolor me tiré en la arena, caí en la cuenta de que ese árbol no era como ningún otro árbol que hubiera conocido antes.