La luz mala

Este relato combina el género policial con el fantástico. Fue publicado en 1998 en el libro Mitos y leyendas cuyanos, de la editorial Alfaguara.

Ilustración: Gabriel Fernández.
Ilustración: Gabriel Fernández.

De pronto ha caído la noche y ya lo sabe: está perdido. No encuentra cómo orientarse y mira el cielo para buscar la Cruz del Sur. Pero de esa maraña alta no sobresale ninguna forma. La finca no debe de estar lejos y seguramente los ruidos de los guitarreros podrían ser una guía. La Cruz del Sur, las guitarras: nada. La única luz es la de algunas luciérnagas. El único ruido reconocible, el de los grillos. Si pudiera verlos, de paso, se encargaría de pisotearlos uno a uno, porque ya lo han sobresaltado.

No camina demasiado cuando cree ver una claridad en lo negro de allá abajo. ¿La finca? Se acerca. ¿Un auto, ya ha llegado a la ruta? Se acerca más. ¿Una fogata? No: es una luminosidad azul, una mera curiosidad bioquímica. Una fosforescencia de biologías muertas. La luz mala.

* * *

Montes inspecciona los alrededores del cadáver. Un espacio sucio entre dos fincas y frente a otra, cercado por canales de riego con tierra dura y resquebrajada. También hay yuyos, que muestran pisadas recientes y parecen pertenecer a la desorbitada caminata de Gustavo, el joven muerto. Aunque hay algo más que llama la atención: un árbol recién cortado que parece todavía crujir bajo el hacha.

–Bueno, nada del otro mundo –asegura el agente de policía. –Se ve que el chico se perdió, no veía nada y, al caerse, tuvo la mala suerte de golpear la cabeza en el tronco...

Suárez no parece disentir:

–Lo que sorprende es cómo pudo perderse con la finca tan cerca. Y se nota que ha corrido, el golpe es violento. Debió de haberse asustado mucho.

Montes los mira y pregunta:

–¿Cuándo se perdió y a qué hora fue hallado?

–No lo vieron desde la medianoche y lo encontraron... a las 7 y media.

¿Nadie salió a buscarlo antes?– pregunta desde lejos Suárez.

El oficial tarda en responder. Por eso Montes y Suárez, quienes hasta el momento trataban de encontrar señas de algo por el suelo, se vuelven a mirarlo.

–Es que... los dueños del lugar no lo permitieron. Por eso hubo pelea fuerte en la finca. Pero ninguno de los de acá sale a esa hora y, como tienen la obligación de cuidar a los huéspedes, tampoco dejan salir.

–¿Pero por qué?– pregunta Montes, previendo el tono de la respuesta.

Por lo de la luz mala.

* * *

Camina con las manos ensangrentadas. Parece que hasta la luna hubiera enrojecido. “He matado a un hombre” murmura para sí, enredado en esa mezcla de pesadumbre y excitación por haber acabado con el “fantasma” que asolaba el lugar, oculto tras la leyenda de la luz mala. Es una noche oscura y cuando va llegando a la entrada de su finca, desde atrás, un chispazo sin ruido raspa la oscuridad y lo sobresalta. “Si es un incendio, mejor apagarlo a tiempo”, piensa. Pero logra dar pocos pasos hasta la tranquera porque, como escupida desde el silencio, una ola de brillo difuso se estampa contra su cara y le llena las narices de olor a tumba.

En el viejo rancho de enfrente, Mercedes se vuelve nerviosa y despide a su noviecito con un pretexto confuso.

* * *

Montes le da vueltas a la muerte en la finca. Lo guía su consabida tozudez, la misma que consiguió crear esa subdivisión de Investigación Paralela dentro de la Policía. Fue una devolución de favores, irregular pero barata para la fuerza. Y como Montes siempre fue un investigador muy respetado, allí estaba con sus ridículas confabulaciones, buscándole siempre la quinta pata al gato. Cuando el Jefe le concedió la Paralela, sólo le pidió: “Tratá de no molestar mucho”.

Ahora repasa la literatura que más a mano tiene acerca de la “luz mala”. Conoce, por supuesto, la explicación natural: los troncos recién cortados o los huesos repartidos por el campo producen de noche una fosforescencia debida a la descomposición. Son los fuegos fatuos. “En los cementerios abundan” reza la enciclopedia.

Aunque a Montes le interesa otra versión de los hechos: la de la leyenda. El agente se entrega fácil a justificaciones extrañas, aunque se inclinen por lo esotérico. La lectura de Mendoza legendario, librito escondido en su biblioteca y escrito por un ignoto Ezequiel Ortiz Ponce, le aclara el panorama. En el capítulo dedicado a la luz mala, el escritor rememora un caso: “Al construir el camino pavimentado a Bermejo, los obreros municipales derribaron un añoso aguaribay, de trágica historia en un dilatado sector. Era el ‘pimiento e’ la luz mala', que fuera terror de la comarca durante muchos años”.

El teléfono suena. Es Suárez.

–Montes, me quedé pensando en la muerte de Gustavo. Ya cerraron el caso, pero fui a la finca La Tonada y pregunté qué pasó con la gente que no quiso salir a buscarlo.

–Muy supersticiosos, ¿no es cierto?

–Dicen que cuando se perdió el chico, ya estaban seguros de su destino, por eso no dejaron que nadie saliera. Los amigos, desesperados, querían hacer algo. Y llamaron a la Policía, aunque llegó recién a la mañana. A los 10 minutos ya tenían el cuerpo. La gente de la finca está asustada porque los padres de Gustavo amenazan con acusarlos de negligencia por la muerte de su hijo. Pero ellos están seguros de haber hecho bien. Dicen que preferían una sola muerte y no la de todos.

–¿Hasta ese extremo llega su miedo?

–Cuentan que ha habido otros muertos en el lugar. Y que nunca encontraron los cuerpos. Que se los llevó la luz mala.

* * *

Se apaga la penúltima luz de un caserón. Queda una sola encendida en la negrura. El hombre aguarda. Ya oye el silbido, el patear de piedras. Se agazapa más y alista la pala de metal. El novio de Mercedes, que sale de visitarla, va distraído. Entonces el emboscado salta y su primer golpe, sobre el rostro, le destroza la boca y la mandíbula al pretendiente. Luego siguen tres golpes más. El farol prendido de la casa sigue esperando. Amanece y sigue esperando. Quien iba a apagarlo esa noche, jamás llega.

* * *

–Los chicos eran estudiantes de cine y habían ido a pasar el fin de semana en la finca La Tonada. Al dueño de la finquita, hace unos tres años, se le ocurrió explotarla por el lado turístico. Y lo de este chico, Gustavo, fue un accidente, claro. No sé qué más quieren saber.

Lo que cuenta el comisario elude lo esencial. Este policía, un gordo tosco y nervioso, no puede explicar que sus oficiales se hayan negado a acudir ante el llamado de la finca, ni sabe por qué están Suárez y Montes indagando en esto. Entiende que los lugareños le den paso a la leyenda, pero no que lo hagan dos inspectores de una división que él no conocía, aunque le suena importante.

¿Es la primera vez que sucede esto?– pregunta Montes.

–Sí. Es la primera vez que me joden con un caso tan claro.

–Si seguimos investigando es porque sospechamos algo –le dice Suárez al gordo, en un tono que a Montes le sorprende y casi le arranca una risita.– Queremos saber si se han registrado más muertes extrañas cerca de La Tonada.

–Primero, esta muerte no es “extraña”, como usted dice –se molesta el comisario.– Pero sí... hubo un caso importante, hace 15 años. Cinco muertes. Sin cadáveres. Terminó preso un contratista, que se volvió loco y los mató a todos. Su ropa estaba llena de sangre, su casa también. Pero, como dije: ningún cuerpo.

* * *

El patio de la prisión no se ve tan mal así, soleado. Montes y Suárez se distraen con un reñido partido de fútbol que juegan los internos. Después de cuatro días de investigar en lo que les dijo el comisario, se aprestan a hablar con el responsable de las muertes. Frente a ellos se sienta Pedro Villegas, un morocho flaco y serio, medio mal agestado. Jamás pasaría por un asesino ni, menos, por el enfermo mental que quisieron presentar sus abogados en el juicio que se le siguió por la muerte de su esposa, de su hijo y de otros tres hombres. Aunque, como dijo el comisario, fue condenado por asesinato a pesar de que nunca hallaron los cadáveres.

–No quiero hablar– dice Villegas.

Suárez simula no oír.

–Usted casi no pronunció palabra en el juicio, señor Villegas. Sus abogados apostaron a hacerlo pasar por loco. ¿Qué sucedió exactamente?

Villegas calla y Montes interviene.

–Leí el caso y me parece lógica la teoría del fiscal. Usted mató primero a ese ladrón que venía asolando la zona. Pero no se detuvo allí. Después viene lo más raro. Se dice que usted pudo haber tenido... algo... con Mercedes Castillo, la joven de la finca de enfrente y novia de Juan Funes, el segundo muerto. Luego siguió el viejito...

–Don Tito, un pan de Dios. Siempre con su hachita. Él cortó el aguaribay...– interrumpe, distraído, Villegas.

–¿Y su familia?– apura Montes. –¿Por qué mató a su mujer y a su hijo?

–Con ellos no se metan– amenaza Villegas. Pero luego baja la cabeza. Suárez insiste:

–¿Por qué los mató? ¿Qué hizo con los cuerpos?

–Estarán donde murieron...– murmura el hombre.

Montes y Suárez se miran porque atisban una confesión.

–La Policía rastrilló el lugar sin encontrar nada.

–Yo nunca los enterré. Tampoco sé bien cómo los maté…

–Villegas, ¿usted sabe que murió un muchacho hace poco en la finca donde antes vivía Mercedes Castillo?

El preso se sobresalta. Montes aprovecha:

–Pareció un accidente. Lo curioso es que a los dos días la que murió, en otro accidente, fue Mercedes. Parece que se electrocutó cuando planchaba...

–¡He dicho que no voy a hablar!– grita Villegas y se levanta, perturbado. Pero Montes lo detiene en seco con su pregunta:

–¿Y qué sabe de la luz mala?

* * *

No es un sueño. Las manos empapadas, la noche respirable. No es un sueño mojado: es la sangre de don Tito. Corre a su casa, a llorar en la falda de su mujer. Todo vuelve a estar bien cuando miran juntos a Diego, su hijo de tres años, dormir.

* * *

Las topadoras han llegado tarde y Montes está furioso, más que Suárez, que se ha quedado dormido en el auto. Ni bien llegan, increpa a los obreros:

¡Dijimos “a las 15”! ¡Ya son las seis de la tarde...!

Suárez se ha despertado y llega hasta el lugar de la discusión. El sueño no le ha menguado su diligencia:

–Señores, es muy tarde y el trabajo puede llevar mucho tiempo. Pero hay que encontrar los cuerpos.

* * *

Corre en la oscuridad. La luna es como un fósforo tras un vidrio empañado. Llega a su casa y entra a la habitación del fondo. Su mujer no despierta, tampoco el niño. Aterrado mira a través de la ventana y una luz azul penetra en la habitación. Villegas quiere gritar pero no puede hacerlo hasta que despierta y es ya de mañana. Con este día nuboso, la sangre de su esposa y de Dieguito se ve más oscura sobre las sábanas.

* * *

Montes ya está haciendo apuntes para su informe y escribe: “Lo que va a causar escándalo es que la Policía no haya encontrado en su tiempo los cadáveres. No hubo que remover mucho. Los huesos estaban intactos, formando cada uno su cuerpo. Tres, de más o menos el mismo tamaño, otro apenas más chico y el último, indudablemente del niño. Por eso la fosforescencia, según los peritos. Los cadáveres no estaban bien enterrados porque las raíces de ese aguaribay quedaban justo debajo. Así que ‘algo’ se tiene que haber visto de noche... Incluso a nosotros nos pareció ver un brillo cuando nos volvíamos”.

De pronto le suena el celular.

–Suárez, ¿qué pasa?

–Montes: hay novedades. Anoche murió otra persona en La Tonada. Pero no es sólo eso. Villegas se suicidó esta mañana, en la prisión.

A los 20 minutos, Montes está en la cárcel. Quiere ver a Villegas muerto. Al cuarto de hora le piden que salga porque tienen que limpiar la celda, que será ocupada por otro preso.

Montes ordena sus ideas.

* * *

–¡Pero qué cosas escribís, Montes! ¿No te das cuenta? El tipo estaba loco en serio... Además, si él fuera responsable también de estos y... qué sé yo, estuviera embrujado por la luz mala, como decís, ¿por qué murió en La Tonada esta mujer?

Montes se siente abrumado. La alemana grandota, gerenta de una empresa telefónica, acababa de aparecer muerta al pie del mismo aguaribay que el joven Gustavo. Montes se preguntaba también por ella. Sólo se le ocurría una respuesta.

–Montes...

–Qué.

¿Te imaginás la cara del Jefe si le vamos con estos cuentos?

* * *

Diario de Montes. Miércoles

...que demostráramos la negligencia de jueces y personal policial tampoco sirvió. Cuando el Jefe dice “se acabó”, no hay retorno. Investigaciones Paralelas no va más. Dejarán todo como está. Parece que nadie quiere preguntarse, como Suárez o yo, si no hay demasiadas muertes similares en ese lugar tan tranquilo…

* * *

Informe de Montes: Conclusión

(...) En definitiva, Villegas asesinó una a una a las personas, los cuerpos estaban y el aguaribay cortado emitía, a la noche, una luz. Y allí está la clave. Ese árbol puede servir de pista a la hora de pensar en la particular forma de manifestar su “muerte”. Cuando es cortado, algo de la vida queda latiendo, en este caso como una luz que sigue brillando hasta que se apaga como un cigarro en la vereda. Sin embargo, no sólo la vida brilla. La muerte enciende un fuego también y así como el ser puede perpetuarse a través del prodigio genético, también puede una persona contraer y contagiar la muerte sin morir. Esta afirmación suena temeraria, pero es mi explicación para el caso de las muertes de La Tonada. El aguaribay brilla, los huesos en los cementerios iluminan su parcela y la puja entre la vida y la muerte entabla su pulseada. Cuando morimos la muerte simplemente ejercita un ritual como el del metal que se arrastra hacia los polos de un imán. Pero a veces algo se quiebra, algo perturba el rito de reemplazo entre la vida y la muerte. Eso sucede cuando una vida apaga, forzosamente a otra. Un hombre toma un revólver, un cuchillo, una piedra, impulsa sus manos contra otra carne y hay un galvanismo en marcha por el que se dispara la muerte. Por el brazo del asesino pasa la muerte, y él la dirige hacia su natural destino: la víctima. Aunque todo lo que se va deja una huella. La muerte pasa. ¿Queda, de esa fugaz posesión, algún residuo?

* * *

El hombre ha despertado. Siempre le costó dormir en otra cama que no fuera la suya. Eso es lo único que le preocupa al principio. Ni siquiera el hecho de que le esperan nueve años de prisión y, por ende, largo tiempo para acostumbrarse a un lecho nuevo. Pero no es eso lo que lo despierta. Es otra cosa. Algo, una chispa, un flash, una cosa fosforescente en esta celda que, hasta ayer, ocupó un tal Villegas.

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