Hubo en el pasado otras puestas que tuvieron la intención de terminar de una vez por todas con esa estática y rígida sucesión de cuadros con cronología incluida que es el show vendimial: el desierto, el huarpe, los inmigrantes, la Virgen de la Carrodilla, San Martín, los pueblos latinoamericanos, la modernidad de la industria del vino, y fin.
Hubo también intentos por darle impacto, belleza, momentos memorables a ese devenir inamovible de tópicos que hay que contar, sí o sí, en el espectáculo mayor de los mendocinos.
Ejemplos a lo largo de los más de 80 años, de uno u otro caso, son muchos. Recordemos los del tercer milenio para no ir tan atrás porque la enumeración es larga. La fiesta de 2004 de Claudio Martínez (que el viernes recibió su homenaje en el Teatro Griego); el primer espectáculo que condujo Vilma Rúpolo en 2001; la que no llegamos a ver más que en su noche inaugural de Walter Neira en 2011 son casos en los que la sabiduría de los directores permitió hacer lucir lo escénico en colores, combinaciones vibrantes, buenas ideas para narrar lo mismo.
Pero fueron dos los espectáculos que hicieron una intentona que otros no pudieron: el que dirigió Vilma Rúpolo con guion de Arístides Vargas en 2013; y el que dirigió Marcelo Rosas con guion (inolvidable, uno de los más bellos que quien escribe recuerda) de Liliana Bodoc. ¿Qué se esbozó allí que antes no?: la necesidad de buscarle la vuelta a este devenir rígido de temáticas que se suceden como cuadros con diversos nexos.
Finalmente parece que la pandemia no solo cambió al mundo sino también le permitió el “clic” interno y creativo a la dupla Rúpolo/Vargas, que ahora sumó un elemento en nada menor a la ecuación: Federico Ortega Oliveras como director (que ha hecho maravillas contemporáneas con sus puestas operísticas junto a Violetta Club, como “Dido & Eneas” y “Membra”).
Finalmente, decimos, “Milagro del vino nuevo” comenzó a marcar el camino hacia una nueva forma de ese relato vendimial, que se abre como un campo fértil para explorar. Y, al menos en esta puesta, la jugada es a partir del poder ritual del teatro y la metatextualidad: todos los apuntes de cada año están presentes, pero engarzados de modo tal que no se vuelven discurso de primer plano sino parte del conjunto de lo que se narra en imágenes, palabras y sonidos.
Para ello Vargas hizo un trabajo más estructural que poético en su guion: pocas y bellas palabras que van engarzando esa idea global que rige al libreto de este espectáculo.
“Hay dos tipos de unión o enlaces entre cuadro y cuadro que conforman el guion. Están basados en los conceptos de transformación y armonía que mantienen en equilibrio a la naturaleza: el agua da vida a la tierra, la tierra se transforma en viña, la viña en uva, la uva en vino. Cada estado de este devenir tiene su propia voz que, desde nuestra mirada, da lugar a lazos y uniones más profundas, que son las voces de actrices y actores que le dan vida a cada uno de esos estados”, explica la sinopsis. Y así es como se entiende y aquí está la clave del gran cambio.
Son los elementos naturales, principalmente el agua, los que toman el protagonismo en esta trama de doce cuadros para incluir en ellos a San Martín, los huarpes, los inmigrantes... y etcétera. ¡Al fin encontramos que el agua es el campo semántico identitario que nos permite nuclearlo todo!
Y hay, desde la puesta en escena, una solución originalísima y tan bien lograda que permite “el milagro” del que habla el espectáculo: el audiovisual, que este año dirige Matías Rojo y que los puestistas han probado como material escenográfico y no relleno visual efectista o didáctico.
El audiovisual, en el centro del escenario, se vuelve pulpería, primeros planos de lo gustoso que es bailar una cueca, memoria sobre las gestas heroicas, otoño dorado y único.
Las visuales no solo toman este tenor teatral sino que nos entregan lujos que, puede que antes estuvieran, pero ahora se realzan con las técnicas de la animación (las obras de José Bermúdez y Juan Scalco son delicias), el 3D, las imágenes de archivo y la filmación de índole cinematográfica.
Pero claro todo riesgo, prueba y experimentación que se lanza con osadía al primer intento tiene sus problemas. Y en “Milagro del vino nuevo”, los hay. El principal es que en esta idea de construir un macrorelato que involucra los tópicos, varios cuadros sevuelven demasiado largos y otros no terminan de cuajar en su idea conceptual sobre el escenario.
Es el caso, por ejemplo, del cuadro 10: “La fiesta del vino nuevo” en que muchos elementos interesantes no se articulan para potenciarse entre sí. El vestuario, la presencia del mundo queer, el pulso urbano están pero en desorden.
Las coreografías (dirigidas por Marcela Nadal y Virginia Paes) son otro asunto a considerar porque tienen bastante responsabilidad en los climas monocordes en que cae la puesta.
Hay momentos en esta fiesta que son inolvidables y su obertura, en puro rojo, con esa atmósfera de paraíso pagano al que llega el hombre, es uno de ellos. Pero hay otros, el del patio cuyano, las danzas de los pueblos latinoamericanos o del vino nuevo, en los que las coreografías desoyen la premisa del “menos es más” y se asientan en una sensación tumultuosa que le entrega a la puesta un ritmo uniforme, sin notaciones específicas.
Otros momentos, como el del tango o el de los flamencos, se vuelven poesía pura en movimiento.
Así como las visuales son el gran hallazgo narrativo en esta fiesta, el realismo de los objetos de utilería menor y mayor (Damián Belot) suman belleza y precisión a esta idea de asentarse en lo ritual de la teatralidad. Y permiten, claro, que los actores principales (Adrián Sorrentino, Aníbal Villa y Rodrigo Galdeano) se luzcan y le den a los momentos la expresividad que precisa.
La música (con dirección de Mario Galván y Pablo Budini) es, tal vez, el mayor problema de esta fiesta. No es que el ensamble suene mal (el sonido es en esta obra un prodigio técnico), ni que haya ideas discordantes (seguramente los espectadores bailarán al compás y celebrarán las melodías) sino que el concepto de selección de las canciones es conservador, va a lo seguro y no asume ningún riesgo. Sin embargo los cantantes son la diferencial: Sandra Amaya (muy especialmente), Andrea Capelli, Cristian Del Negro, Gabriela Fernández, Cristian Ariel Gómez y Gilda Patricia Melis. Sumémosle a ellos la exquisita interpretación de Juan Lázaro Méndolas en la obertura de esta fiesta.
“Milagro del vino nuevo” es, aún con estos apuntes, una fiesta para celebrar. Una fiesta a la que tomar como punto de partida hacia otros horizontes más modernos e interesantes. Una fiesta que (aunque el espectador no lo experimente de manera tan evidente) corrió riesgos, encontró un camino y con valentía eligió perder algo de efectismo en pos de su búsqueda.