Analizando el número de disturbios, huelgas y manifestaciones que cobraron volumen en distintos países a lo largo de la última década, tres investigadores del Fondo Monetario Internacional llegaron días atrás a una conclusión: las protestas por las consecuencias de la pandemia seguirán en aumento y pueden tener consecuencias económicas duraderas.
La cantidad de protestas según ese estudio, aumentó 244% en diez años. Y esa nueva ola de malestar podría afectar el rebote económico posterior a la pandemia, en especial en los mercados emergentes. En promedio, el Producto Bruto de un país pierde un punto por debajo de su nivel previo a cada shock, un año y medio después de cada gran protesta.
La pandemia vino a agravar esa constante que ya se había observado en casos como el estallido chileno de 2019. Tanto en la dimensión de la oferta, por contracciones en la industria y los servicios, como desde la perspectiva del consumo, la dimensión de la demanda.
“La política importa”, concluyeron los investigadores Hadzi-Vaskov, Pienknagura y Ricci, de la oficina para el hemisferio occidental del Fondo. Frente al nuevo estado de malestar, los gobiernos deben escuchar y responder. Pero sobre todo deben anticipar, promoviendo un diálogo social amplio sobre lo que puede (y no puede) hacer el Estado y cómo se lo financia.
Al cruzar el umbral fatídico de las 100.000 víctimas fatales de la pandemia, la política argentina demostró estar muy lejos de ese consejo elemental. Más cerca de la tragedia que de la anticipación. Ni siquiera aquella cifra, que conmueve por su gravísimo impacto humanitario, provocó un esbozo de autocrítica oficial por el fracaso de la estrategia sanitaria.
El presidente Alberto Fernández buscó gambetear la cifra ofreciendo dos vaticinios. Pronosticó en primer lugar que en septiembre todos los argentinos estarán vacunados. Una previsión irresponsable, mientras no tenga datos certeros desde Rusia sobre la segunda dosis de vacunas Sputnik V. Hay argentinos que murieron esperándola. El segundo vaticinio fue de una contextura ética peor: el Presidente creyó oportuno el momento del luto para asegurar con discurso de campaña que su espacio político triunfará en las elecciones.
Alberto Fernández también confirmó algo: el fracaso de la estrategia sanitaria se debió en buena parte a los prejuicios ideológicos con los que se construyó. Aventurarse a tientas en la geopolítica de las vacunas fue una opción equivocada. El relato oficial puede contarlo como quiera, pero lo concreto es que la primera gran donación de vacunas llegó desde Estados Unidos mientras que las vacunas compradas y pagadas a Rusia y China nunca llegaron en tiempo y forma.
Esta constatación práctica de los desaciertos de la diplomacia argentina se sumó como una complicación más tras las revueltas populares que pusieron en jaque al castrismo de segunda generación en Cuba. Alberto Fernández convalidó la represión de la dictadura de Miguel Díaz-Canel y consumó las deserciones frente a violaciones a los derechos humanos que ya venía exhibiendo frente a los regímenes de Venezuela y Nicaragua.
Pero si las opciones de política exterior fueron erróneas para la magnitud de la emergencia sanitaria, más evidentes han sido los derrapes injustificados de política interna: Cristina Kirchner volvió a exponer cuán lejos está la política argentina de promover el diálogo social que urge el estado de malestar.
La vicepresidenta dedicó el tiempo de la pandemia a sus urgencias judiciales. Ya obtuvo algunos avances. En su reciente aparición no apestilló tanto al tribunal que la convocó por la investigación del encubrimiento del atentado a la AMIA. Porque esos mismos jueces le dieron el privilegio inédito de un “alegato preventivo”. En rigor, el derecho a alegar sólo le correspondería en un juicio oral y público.
“En la Argentina hay causas mellizas: cuando no te gusta el resultado de un juicio, podés armar otro para ver si podés lograr lo que no conseguiste en el primero”, dijo Cristina en esa audiencia. Audiencia melliza, podría agregarse, sin temor a ofender el derecho procesal.
En una semana en la que los jueces a los que el oficialismo critica por lawfare decidieron también absolver a Aníbal Fernández, eludir a Victoria Donda, sanitizar a los vacunados VIP, dejar a un paso de la libertad a Amado Boudou e imputar a Mauricio Macri y Patricia Bullrich por el presunto contrabando de insumos de la gendarmería a Bolivia, bien puede sospecharse que se intenta ahora la clonación de un lawfare mellizo.
Pero el caso del encubrimiento al atentado a la AMIA incluye una dificultad genética: una de las más graves imputaciones que recibió Cristina en esa causa provino de Alberto Fernández.
Haciendo referencia a su condición de especialista en derecho penal, Fernández recordó en febrero de 2015, en una entrevista con el periodista Nelson Castro, haberle redoblado en su momento la apuesta al fallecido fiscal Alberto Nisman, diciéndole en persona que el encubrimiento ya estaba probado con el pacto firmado con Irán y aprobado por el Congreso argentino.
El pacto era al mismo tiempo la prueba del delito y su amnistía. Luego, ya como candidato a presidente, aclaró que siempre puso en duda la judiciabilidad de la decisión de Cristina. Quedó en una nebulosa oscura su aseveración, antes tajante, sobre la intención de encubrir.