La vez de la nieve en Penitentes

Comprobé, sin incertidumbre alguna, que mi soltura y ductilidad en el manejo de los patines no se trasladaba punto a punto a las tablas de esquí. Ese día empezó y terminó mi carrera como deportista del frío. Descubrí que lo mío iba a ser más mirar la nieve desde una ventana con una chimenea encendida, un libro y una copa de vino tinto.

Penitentes, Mendoza
Penitentes, Mendoza

Me sentía preparada para las temperaturas extremas, tenía una campera roja impermeable que adoraba, con mangas escocesas desmontables. No podía estar menos lista.

Había dejado toda la ropa lista en una silla desde la noche anterior, no quería perder ni un segundo. Esa madrugada, mucho antes de que saliese el sol, viajaríamos rumbo a mi primera vez en una pista de esquí.

Era un invierno de principios de los ochenta y una excursión por el día a Los Penitentes, en la alta montaña mendocina completamente nevada. La oportunidad ideal para demostrar mis habilidades, para deslizarme en esa superficie que se me ocurría como un telgopor helado. Dominaba los patines Leccese en cualquier baldosa de vereda -con canaletas anchas o juntas imperceptibles-. En mi imaginación, esa alfombra mullida de la pista de esquí sería perfecta para resbalar a altas velocidades y demostrar un equilibrio trabajado en años de práctica en la terraza de la Plaza Independencia.

Mi única experiencia con la nieve había sido cinematográfica, suspirando -como hago todavía- por Robert Redford en “El descenso de la muerte (1969)”. Un habilidoso deportista que luchaba por integrar el equipo olímpico de esquí de EEUU para competir en Europa. Estaba fascinada por la atracción que esos pequeños cristales de hielo ejercen sobre nosotros, el hipnotismo que también provocan el fuego, y el mar.

El tour de ese día incluía el traslado en combi, el alquiler de los equipos, y una clase en la pista escuela de Penitentes. Repasé mentalmente la indumentaria que mi madre había dispuesto para ese día y con la que me vestí semidormida: unas medias largas, cancán de lana, un jean, las infaltables botitas de gamuza con suela de crepe. Una de esas poleras de cuello alto con un cierre -que a mí siempre se me atoraba en los rulos-, un sweater shetland. Unos guantecitos mágicos cien por ciento acrílico, y mi campera adorada que se hacía chaleco: el combo frío extremo.

El crujir de las pisadas sobre la nieve y la sensación de compactarla con el peso del cuerpo fue inigualable, y casi tan placentera como enterrar el pie desnudo en la arena tibia de la playa. Ver y tocar esa agua en polvo fue una experiencia superlativa. Tuve que resistir el impulso de tirarme al piso a tomarla como si fuese un helado de canela de Soppelsa porque me llevaron corriendo a alquilar los equipos; ya comenzaba la clase.

La pista escuela tenía una pendiente suave, para permitir un descenso que no pusiese en peligro la vida de otros esquiadores o de los visitantes distraídos, obnubilados con el esplendor de la nieve, como estaba yo. Lo acostumbrado es que termine en una contrapendiente que facilite el frenado de quienes están aprendiendo. Mi memoria está algo neblinosa acerca de la inclinación de esa contrapendiente en Penitentes, pero lo que jamás olvidaré es el montículo de nieve con partículas de barro, y hielo, que se amalgamaban en diferentes estados de dureza. Uno que estaba ubicado al final de la pista, separándola del estacionamiento de autos. Fue lo que más y mejor conocí de ese Centro de Esquí: supe de su altura, espesor, densidad, humedad, terrosidad-blancura y, especialmente, de su solidez.

Casi lo primero y más importante que quisieron enseñarme -sin demasiado éxito- en aquella primera lección de esquí fue la cuña; una posición de los esquíes que forma una “v” en el extremo delantero, y que sirve para controlar la velocidad -ir despacio- y girar hacia la derecha o hacia la izquierda. Entendí muchos, muchísimos años después, que mi cuerpo, mis piernas, mis brazos y mi cabeza no se entienden entre ellos tan bien como yo creo. Había una distancia de leguas entre lo que indicaba el profesor y lo que finalmente sucedía.

Así pasé de la intención de hacer cuña, a poner las tablas en paralelo en fracciones de segundos y sin ningún otro movimiento en el medio. El peso de mi cuerpo se iba hacia atrás, yo salía disparada hacia abajo hasta que chocaba con alguien o me caía. Los esquíes volaban, las antiparras se me salían. Mis rulos y yo rodábamos sin saber, por momentos, dónde quedaba arriba, qué era abajo. Para la segunda vez que me caí, mi pantalón chorreaba agua y ya no sentía las manos.

Me costaba agarrar los bastones -casi más con los guantes empapados que sin ellos-, que debía buscar cada vez más lejos de ese montículo que llegué a conocer tan bien. Parecía tener una pulsión irrefrenable por terminar de cabeza en esa pared bajita de nieve sucia. Llegué a pensar que había un imán poderoso en ese estacionamiento que me succionaba.

Después del almuerzo, cuando todavía había luz y faltaba para el final del día, no me había rendido. Lo que más añoraba era frenar. Quería lograr eso que me salía tan eficientemente en la bicicleta: cuando dejaban de funcionar los frenos, para parar definitivamente, usaba la punta de las Topper tenis de lona con los dos pies arrastrando por la vereda. No logré frenar, no pude hacer una cuña decente.

Comprobé, sin incertidumbre alguna, que mi soltura y ductilidad en el manejo de los patines no se trasladaba punto a punto a las tablas de esquí. Ese día empezó y terminó mi carrera como deportista del frío. Descubrí que lo mío iba a ser más mirar la nieve desde una ventana con una chimenea encendida, un libro y una copa de vino tinto.

El verdadero atleta de la familia es mi hermano. Un deportista que desde los cuatro años nos impresionaba con sus series acrobáticas desde las anillas, las barras paralelas o cuando hacía rondada flic-flac en las exhibiciones de gimnasia artística. Es, por supuesto, un esquiador sobresaliente y lo demuestra cada año en pistas con características diversas y obstáculos que supera sin inconvenientes.

* tinafunes@gmail.com @FunesMartina

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