La tenista que trabajó para Steven Spielberg

Un día la profesora de tenis de mi niñez me dejó porque se fue a vivir una aventura de película a California trabajando como ama de llaves de Steven Spielberg, un director que aterrorizó a millones de espectadores cuando esa chica que nadaba en una oscura madrugada sufría el ataque de un temible tiburón blanco.

"The Fabelmans", la película de Steven Spielberg nominada a Mejor película. (Captura)
"The Fabelmans", la película de Steven Spielberg nominada a Mejor película. (Captura)

El día que cumplí seis años pasaron cosas de gran importancia, pero en ese momento no me di cuenta. Mi madre organizó el festejo con mis primos, algunos compañeros de la escuela y las hijas de sus amigas en el Club Unión, que en esos tiempos tenía dos sedes. Aquella vez ocupábamos las instalaciones de la que se ubicaba en las inmediaciones de la estación de trenes en la Ciudad Mendoza. Un Club que originalmente fue la entidad social que usaban los empleados y directivos del Ferrocarril Gran Oeste Argentino.

Era uno de los primeros días de primavera y las niñas lucíamos esos clásicos vestidos de telas punto smock, que tenían pliegues y frunces en la pechera, y un infaltable saco tejido, que para los cumpleaños debía ser blanco.

La fiesta transcurría más o menos dentro de lo acostumbrado, con sanguchitos, tiras de champucitos de esa melaza densa de colores que me fascinaba y una torta; además de la infaltable compañía de algún mago.

Este era uno de los festejos más tradicionales -por no decir aburridos- que recuerde, hasta que dos acontecimientos me sacudieron para siempre.

Primero llegó mi madrina, que viajaba muchísimo por todo el mundo. Me pasé la infancia extrañándola, la idolatraba y ella me correspondía con regalos que me dejaban casi sin respirar de la emoción: este año no fue la excepción.

Admirada por su belleza y una simpatía envidiable, tenía una personalidad encantadora, irresistible: era imposible decirle que no a cualquier cosa que se le ocurriese. Exhibía algunas costumbres extravagantes, muy propias. Su forma única de acariciar con adjetivos cariñosos, de los que abusaba y que comunicaban inequívocamente que el destinatario de esas palabras era único para ella. Eso le aseguraba una devoción incondicional de cualquier persona que se cruzara en su camino.

A mi fiesta de cumpleaños llegó un poco tarde, porque nunca le gustó mucho cumplir con los horarios establecidos y se sentía cómoda con las entradas triunfales.

Su regalo me impactó primero por el peso de la caja. Me deshice lo más rápido que pude del papel, del moño, y apareció una cámara de fotos: era muchísimo más de lo que yo hubiese podido esperar. Una cámara Kodak instantánea Ek20, tipo Polaroid, con una correa finita multicolor para colgársela en el cuello.

En el caso de esta Kodak, lo verdaderamente increíble era que no había que esperar para mandar a revelar la película y ver las fotos impresas en papel. Traía una cajita más o menos cuadrada, con 10 fotos que eran de una especie de papel plastificado. Pero lo alucinante era que luego encuadrar y disparar, se giraba una manijita y lentamente, por una ranura, aparecía la foto que en pocos minutos se revelaba sola. A mí eso me pareció mágico, y configuró un amor por las fotografías, y una admiración por los fotógrafos y sus talentos, que todavía me acompaña cada vez que visito mi Instagram.

Aunque a lo largo de mi vida tuve diferentes y variadas cámaras nunca me olvidé de esa primera y la emoción que me hizo sentir: la independencia de poder elegir qué imagen quería conservar, saber que mi decisión me permitiría recordar para siempre esa especial configuración de colores, objetos, personas y momentos.

Casi al final del cumpleaños mi padre me llevó a la cancha de tenis del Club, donde había una profesora terminando una clase.

Su especialidad era la enseñanza a niños: paciencia, suavidad y ternura se leían en sus gestos.

Lo extraordinario en ella era que encontraba formas originales de motivación y divertía ideando juegos y competencias. Formaba parejas en las que los compañeros tenían que jugar con una de sus piernas atada al otro. O les entregaba objetos que obligadamente tenían que mantener en la mano que no usaban con la raqueta: una flor, una pelota que no podían soltar.

Ese día mi papá me sorprendió por segunda vez. Me anunció que aprendería con ella a jugar al tenis y me entregó una raqueta de madera color verde limón: no podía esperar a usarla.

En ese rectángulo delimitado por las líneas blancas de cal, sentí que esa timidez que definió parte de mi personalidad de niña desaparecía. La ternura de la profesora cuando me explicaba cómo empuñar el mango de mi raqueta me hizo sentir que la cancha de tenis era mi lugar.

Mi vocación tenística terminó abruptamente. Es que esa tenista destacada de mi niñez decidió emigrar; consiguió un trabajo de ensueño en EEUU y partió cuando yo apenas empezaba a entender cómo lograr que la pelotita fuese donde yo quería.

Emigró a California, para trabajar como ama de llaves de Steven Spielberg, uno de los directores de cine del momento y quien aterrorizó a millones de espectadores cuando esa chica que nadaba en una oscura madrugada en la costa de Estados Unidos sufría el ataque de un temible tiburón blanco.

Sé que en las pocas clases que compartimos hubo una conexión especial con ella, eso que he sentido pocas veces a lo largo de mi vida; con algunos maestros con los que me unió un lazo difícil de describir, una comunicación de otro orden. Cuando se despidió de mí, me dijo que nunca dejara de jugar al tenis. Pero no le hice caso.

Lo retomé casi 30 años después, como una apuesta conmigo misma, un salto esperanzado al vacío, un recurso desesperado que me salvara del insomnio. La sensación de pegar con el centro de la raqueta, que el golpe sea perfecto es incomparable, como de cosas en su lugar, como de felicidad completa. Cuando juego me siento otra vez como a los seis, con esa profe extraordinaria; la tenista que se fue a vivir una aventura de película a California.

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