La del secador de piso y el ratón

Estábamos los hermanos aburridos, cuando pasó, a toda velocidad, un ratoncito que hubiese sido la envidia de todo el elenco de la película Ratatouille. Era precioso y su nariz redonda y rosa combinaba a la perfección con su pelaje gris acero, sedoso y resplandeciente, que terminaba en una cola cortita y movediza. Tenía unos ojos buenos y brillantes, que prometían diversión, que aseguraban alegría.

Era una trampa mortal, un cubo perfecto, semihermético, dividido al medio por un vidrio fijo con una pileta, una mesada de cada lado, y una extensa alacena. En uno de los dos sectores la heladera y el lavarropas; del otro, cocina y horno y muebles para guardar. No era el lugar adecuado para un pequeño y simpático roedor, feliz, desorientado. Fue por sustento y el costo pudo ser catastrófico.

La cocina de la casa en la que vivíamos mis padres, mi hermano y yo era, en verdad, parte del ex consultorio médico de mi abuelo materno. Unos ambientes amplios que transformamos en nuestro hogar con absoluta naturalidad, desplazándolo a él hacia un nuevo espacio -mucho más pequeño-, que se construyó sobre un sector del jardín.

Habitábamos la planta baja del caserón de mis abuelos dos familias: una de las hermanas de mi madre, su marido y sus dos hijos; que ocupaban un departamento que daba a la vereda. Y nosotros cuatro al fondo, en ese consultorio transformado en departamento, que limitaba con el jardín de la gran casa. Todos teníamos, además, una cochera con espacio para guardar tres autos que los niños usábamos como extensión de la vereda para jugar en las tardes. En la planta alta, sobre todos esos metros cubiertos, reinaban los verdaderos creadores de esa Tribu de nueve hijos y veinte nietos.

Era todo un ecosistema -perfecto para mí- en el que coexistíamos los más pequeños; mi hermano, mis dos primos varones del departamento de adelante, y el mundo adulto comandado por mi abuela. Mención especial para nuestra perra Camila: una boxer color café con chispas de chocolate; mi guardiana cuando era un bebé, que creció conmigo.

Mi hermano y yo queríamos, desesperadamente, cualquier bichito que pudiese interactuar con nosotros. Es que Camila tenía un problema en la cadera, pasaba mucho tiempo dormitando en el jardín. Soñábamos con jugar y que un conejo -o un pollito, una tortuga- subiera por rampas que construíamos con tablas, atravesara túneles, o nos acompañara mientras patinábamos en la vereda. Que quisiera estar a nuestro lado mientras investigábamos cómo espantar el tedio de las horas posteriores al almuerzo.

Nuestra madre no quería saber nada de otro animal. Buscábamos templar su alma con ruegos; con promesas eternas de orden de juguetes. Jurábamos bañarnos por siempre en el horario establecido, sin quejas. No lo conseguimos, no hubo manera. Hasta que en una agobiante y pegoteada siesta del diciembre mendocino emergió, de las alacenas de esa cocina cubo, la esperanza...

Estábamos los hermanos aburridos, a punto de concretar un ataque a la heladera. Buscábamos el botín perfecto: salame, aceitunas o queso; cuando pasó, a toda velocidad, un ratoncito que hubiese sido la envidia de todo el elenco de la película Ratatouille. Era precioso y su nariz redonda y rosa combinaba a la perfección con su pelaje gris acero, sedoso y resplandeciente, que terminaba en una cola cortita y movediza. Tenía unos ojos buenos y brillantes, que prometían diversión, que aseguraban alegría.

Entusiastas, mi coequiper de aventuras y yo, nos abocamos a disuadirlo para jugar. Buscábamos la manera de comunicarnos con él, cuando apareció papá en el marco de la puerta. Se plantó con cara de dormido por la abertura que separaba la parte de la lavandería con el living. Había escuchado sonidos y presenció, horrorizado, nuestros intentos de confraternizar con un enemigo de la limpieza y las amas de casa. Él no quería, ni podía permitir semejante atropello cerca de las provisiones. Era una audacia imposible de dejar pasar: con la comida no.

Cerró puertas -todas prolijamente terminadas con un burlete impenetrable- bloqueando salidas, dispuesto a deshacerse del problema. Mucho antes de concluir esas acciones, que ejecutó con precisión de extintor experimentado, nuestro compinche peludo se escabulló, y en milésimas de segundos, se había colado debajo de la heladera, en un espacio que desafiaba todas las reglas de la física; en el que a simple vista, resultaba imposible que entrara algo más alto que una cucaracha.

Inmediatamente después, descalzo y en paños menores, mi padre corrió a buscar un secador de piso de esos de goma negra, una linterna, y nos ordenó esperar fuera. Mi hermano y yo salimos disparados; pero por suerte una de las puertas tenía la mitad superior vidriada para poder espiar.

Papá intentaba forzar a nuestro cada-vez-más-lejano-amigo a salir del escondite con el palo del secapiso. El valeroso Bernardo (ya lo habíamos bautizado como el protagonista de esa maravilla animada que protagonizaba con miss Bianca, Los Rescatadores, de Disney) deslizó a gran velocidad por el piso de baldosas y atravesó todo el espacio camino a la puerta de calle, que estaba implacablemente bien cerrada.

El cazador corrió detrás e intentó atrapar su cola con la goma del secador en varios intentos frustrados. Esta vez Bernardo se refugió debajo del horno, donde no había espacio para el palo. La impaciencia de mi padre se incrementaba, a la vez que aumentaba mi desesperación por encontrar una solución que salvara la vida del incauto. Hasta que papá encontró la manera de sacarlo de ahí sin esfuerzo: prendió el horno para elevar la temperatura a niveles infernales.

Mientras todo esto ocurría yo decidí intentar un recurso desesperado. Sigilosamente abrí la puerta que daba al jardín y me dispuse a esperar el momento adecuado.

Bernardo tuvo que salir casi al borde del achicharramiento y, una vez más, sortear los embates de padre, que también comenzaba a mostrar signos de agotamiento y calor incompatibles con la vida. Fue en ese momento cuando abrí la puerta que comunicaba el living con la cocina: le ofrecí el escape perfecto. A través del living lo esperaba un jardín con enredaderas que lo dispararon hacia la libertad.

Me gané un reto y una penitencia; pero pagué el precio con la satisfacción de sentirme una redentora. Con mi compañero de aventuras empezamos a delinear un plan para convencer a mamá sobre la imperiosa necesidad de conseguir un conejo.

* tinafunes@gmail.com @FunesMartina

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